María, ser de amor y fortaleza, eres la joven de brazos siempre extendidos, la suma de la dulzura y de la delicadeza que acoge el alma entera en abrazo pero cuya ternura no riñe con la entereza más firme.
Eres terciopelo… y eres diamante.
Dios, Padre te pensó y te eligió para albergar en tu vientre -y luego en tus brazos- la alianza definitiva que cambiaría la historia: no se deposita el mayor de los tesoros en cualquier cajita. Tú, Madre, eres el arca definitiva y en ti, María, quiero mirarme.
El Padre, en su gran plan maestro, te conoce más que nadie. Es cierto que en ningún texto sagrado se recoge ese dicho manido y baldío “Dios da sus peores batallas a sus mejores guerreros” pero la certeza es que entre todas las mujeres de la historia, te eligió a ti.
Y entonces tú pronunciaste ese imperecedero sí, ese “hágase” sin fisuras que sostuvo la salvación del mundo entero. ¿Sabes? he recordado aquel director de orquesta que nos amainó el ego en nuestros alardes huecos de estar en primera línea. Aquel día nos reveló que para que un músico solista destacara y triunfara, era indispensable a su lado un compañero en la segunda voz, discreto y fiel que, desde las sombras, sostuviera el destello y el esplendor.
Esa eres tú, María: siempre en vilo, siempre aterciopelada, siempre entregada, siempre dispuesta, siempre valiente.
Irene Parada