Vivimos en una sociedad cada vez más polarizada. Los continuos mensajes de los interesados en la desunión, calan en cada uno de nosotros y llevan las posiciones enfrentadas a todos los ámbitos, también a los religiosos. Nos dejamos arrastrar por esa necesidad de tener razón, de marcar distancias con lo que es distinto, aunque solo lo sea en lo más superficial, de reafirmarnos menospreciando lo del otro.
En esa necesidad de lidiar con las debilidades, usamos a Dios como avalista de nuestra supuesta superioridad, No lo llevamos como sostén de nuestra fragilidad o fuente de alegría, lo ondeamos como bandera que señala nuestra virtud.
La fe se convierte entonces en medidor de méritos y no en experiencia de encuentro. Convertimos nuestra relación con Dios en un privilegio exclusivo que marca distancia con los demás y nos pone un escalón por encima. Identificamos a Dios con nuestros ritos, nuestras prácticas y hasta con nuestras canciones.
El camino que Jesús nos propuso es el contrario, es ver a Dios en el otro, en todos y cada uno de los que nos encontramos, Dios no se posee, se regala. Ser capaces de ver a Dios más en el otro que en nosotros mismos, nos acerca a la verdad del evangelio. Esa humildad de sentirse uno más, igual que el otro, nos coloca entre hermanos hijos del mismo Padre.
No nos apropiemos de Dios, no lo impongamos tampoco, ni lo exijamos, Compartir a Dios como experiencia es el mayor regalo que podemos hacer al otro y a nosotros mismos. Dejemos salir a Dios de nuestro egoísmo y veámoslo en el rostro de los demás, en eso que no entendemos, en eso que nos duele.
Regalar a Dios, ver a Dios en los demás nos hace sacar la mejor versión de nosotros mismos, siendo más humanos, más humildes y nos acerca más a Él.