¿Te imaginas una Navidad sin nieve, sin regalos, sin lotería, sin turrón, sin viajes, sin comidas familiares, sin vacaciones, sin musgo, sin árbol de navidad, sin luces en las calles, sin música de villancicos en altavoces y comercios, sin programación especial en la televisión, sin “amigo invisible”, sin gorros de Papa Noel –o ya puestos, sin Papa Noel, así en general, ni nada que nos lo recuerde–, sin recetas especiales, sin carreras de San Silvestre, sin cabalgata, sin discurso del rey, sin mazapán, sin anuncio de las burbujas, sin entrañables películas familiares, sin cotillón en nochevieja, sin publicidad de colonias, de juguetes y de muñecas, sin uvas, sin confeti, sin espumillón…?

Yo sí, me lo imagino. Y todo eso no es que me estorbe o me ayude. Algunas de esas cosas me gustan, otras me dan igual, y otras me estomagan. Es, tan solo, que la Navidad es otra cosa. Y a veces apena que se pierda eso otro, el misterio del Dios-con-nosotros, sepultado por un torbellino de imposiciones de temporada. Supongo que al final nos toca, a cada uno, pelear por defender la Navidad de todo lo que, sin serlo, viene con ella, para que no se nos pierda el niño en el laberinto de lo accesorio.

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PastoralSJ
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