El tópico recurrente de estos últimos meses del año es lo mucho que se adelanta la Navidad. Repetir que cualquier año encontraremos polvorones y turrones en el súper en junio y que las luces de las ciudades empezarán a funcionar en octubre. Es el chiste normal, tanto como cuando en redes empieza a circular la subida de la curva de visualizaciones en youtube de All I want for Christmas is you de Mariah Carey como un presagio de la Navidad.

Este año parece que esto resuena menos. Estamos más preocupados, más centrados en otros problemas que nos inquietan, quizás la incertidumbre nos gana la partida. Es lo normal. Pero hay un nuevo tópico que se repite con periódica frecuencia: hay que salvar la Navidad. Como en una película de tarde de cualquier cadena de televisión en Navidades. Como esas películas en las que un hombre cualquiera, o una familia de dibujos animados, se ve en el trance de sustituir a Papá Nöel —la Navidad siempre está en peligro en Norteamérica- y garantizar que la Navidad no desaparezca, con garantizado final de éxito y felicidad.

Hay algo, lo reconozco, que no me termina de encajar en el mensaje con el que nos bombardean de “salvar la Navidad”, no solo porque me suene a película mala, sino porque hace que me pregunte por cuál Navidad es la que queremos salvar.

La mayoría pensamos en poder pasar esos días con nuestras familias, especialmente con nuestros mayores. Volver al hogar y ponernos al día, pasar tiempo juntos. Celebrar juntos aquello que está en nuestro ADN cristiano: Dios se hace uno de nosotros. Pero a veces parece que el salvar la Navidad que nos venden tiene más que ver con las compras, los viajes, las cenas… el consumismo. Nos hablan de otra Navidad, la que se nos ha ido colando y que ahora parece la de verdad. Más que en salvar la Navidad estamos pensando en salvar la campaña de Navidad. Lo que no es malo porque es cierto que muchas familias dependen de que la campaña de Navidad salga adelante para poder vivir dignamente, para no perder sus negocios y trabajos. Muchas familias que dependen —como José y María- de trabajos ocasionales y humildes.

Pero más allá de eso, nos recuerda que la Navidad se nos ha reducido a eso: comprar masivamente, aglomeraciones, ruidos y consumismo, compromisos sociales, cenas de empresa… Y más de uno respiramos aliviados ante la posibilidad de que todo eso se apague este año y podamos disfrutar de una Navidad tranquila, en zapatillas de andar por casa y pijama. Quizás incluso pudiendo dedicar un rato de oración menos apresurado. Ojalá cerca de los nuestros, pero conscientes de que si no puede ser, será para que estemos a salvo, para no ponerles en peligro. Confiados en el Dios que nos va a seguir convocando a vivir juntos.

Esto es el verdadero sentido de la Navidad que queremos, sabernos unidos por algo mayor que por una serie de tradiciones y productos estacionales. Sin negar que nos duele no poder ver a los nuestros, no poder compartir con ellos la alegría de las Navidades. Nos duele la distancia. No nos duelen las colas interminables, las compras de última hora, los atracones, la hipocresía en torno a la mesa en compromisos que son más carga que celebración. Ojalá salvemos la Navidad. La de verdad, la que queremos, la que nos lleve junto a nuestros seres queridos convocados a celebrar a Dios entre nosotros. Y este parón forzado nos haga replantearnos el consumismo en el que nos hemos ido metiendo y las siguientes Navidades se parezcan más a las que ahora soñamos, se parezcan más a esa primera noche en Belén, donde el amor de una familia fue fiesta suficiente.

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