Cuando en el año 2015 la ONU consiguió alcanzar un consenso para establecer una Agenda de Desarrollo Sostenible, marcó 2030 cómo el año en el que el hambre y otras formas de malnutrición deberían estar erradicadas de nuestro mundo. Sin embargo, cuando dos años después de ese acuerdo se ha hecho la primera evaluación de los trabajos para alcanzar los objetivos de esa Agenda el resultado ha sido demoledor. Hoy hay en nuestro planeta más personas hambrientas que hace un año. Concretamente 815 millones de personas pasan hambre a diario en nuestro mundo.

Imagínate dos países, casi tres, con la población de Estados Unidos que en su totalidad no tuvieran acceso a la alimentación necesaria para poder vivir. Eso supone la cifra de 815 millones de personas. 815 millones de nombres, historias, familias, lugares… No son una mera estadística. Son hombres, mujeres, niños, ancianos. Personas con aspiraciones, con ganas de pelear la vida, o quizás ya derrotadas. Pero que hoy son noticia porque tienen hambre. No sólo de justicia, de ganas de cambiar el mundo, de progresar en la vida. Hambre real, no sólo espiritual.

Cuando al abrir el periódico te encuentras una noticia así, quizás incluso justo al lado de la que te cuenta que se ha presentado el nuevo iPhone, te preguntas por qué no está en portada. Si finalmente es cierto que nos hemos acostumbrado tanto a saber que hay personas que no pueden vivir como tales que ya no atrae nuestro interés. O puede ser que ya hayamos asumido esa parte de horror de nuestro mundo y nos hayamos instalado en la inercia de la impotencia, del me pilla lejos, de los propios problemas, más cercanos, más urgentes.

Puede ser cierto que quizás no hay recetas ni fórmulas mágicas. Pero ante estas noticias lo que se nos recuerda es que, si no hay una auténtica voluntad de todos para terminar con el hambre en nuestro mundo, ninguna agenda, programa o trabajo lo conseguirá por sí solo. Y eso es algo que nos toca, a ti, a mí, a todos.

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