Las noticias sobre políticos, políticas, pactos, acuerdos… nos traen de cabeza. Se ve que da demasiado miedo la posibilidad de dejar la silla de presidente, alcalde o el cargo que sea. Aun así, creo que sólo se acuerdan de que la ocupan cuando llega la posibilidad de perderla. Pero no vengo yo aquí a hablar de política. Quiero hablar de lealtad, de principios, de honor.

Como he dicho, más allá de los intereses políticos y los acuerdos que convenga o no hacer, si algo me ha llamado la atención es que todavía hay alguna persona capaz de renunciar a un puesto de liderazgo con tal de no traicionar todas las promesas hechas ni traicionarse a sí misma. No sabemos si la persona en cuestión seguirá manteniendo esta postura (esperemos que sí), pero, al menos, a mí me queda la esperanza de que hay gente a prueba de tentaciones.

Pienso que ser coherente es de las cosas más difíciles. Porque la coherencia es muy fácil practicarla cuando una está a solas con su discurso. Pero, en el momento en que sales a la vida y te enfrentas a las opiniones, a las sugerencias, a esa tensión entre lo que quiero ser, lo que debo ser y lo que nos gustaría ser para satisfacer a los demás… ahí la coherencia asusta y cuesta asumirla, se negocia con ella y una llega a preguntarse si, bueno, quizás haya que aflojar para no desgastarse. Ese «¿es que tú no puedes ser como los demás y no complicarte la vida?» pesa mucho. Hay que tener espaldas fuertes como para cargar con esa losa sin que te quedes baldada por el camino.

Pero son esas personas firmes, fuertes, enteras, las que al final, muy en el fondo, admiramos. Aunque no sean las triunfadoras, sino todo lo contrario: sean las perdedoras en algún momento de su lucha. En este mundo en que fracasar nos aterroriza, en el fondo admiramos profundamente a esos «perdedores» porque se dejaron la piel en el camino luchando por una causa que, además, creyeron buena para todos; porque tuvieron que pelear contra molinos gigantes, voces de sirena y abrazos falsos. Sí, admiramos a los que no se achantaron; a los que aguantaron la soledad que da la fidelidad a los principios e ideales.

Que nos lo digan a nosotros, los cristianos, que seguimos a quien colgaron en una cruz precisamente por no ceder, por no callar, por no abandonar. A ese seguimos, aunque su final fuera vergüenza para muchos y decepción para otros. Y es que, en el fondo, sabemos que ahí, en esa cruz, no hay engaño, no hay negociación que valga. Ahí están el camino, la verdad y la vida.

 

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