A esta afirmación se llega por fe. Única y exclusivamente. Y encontramos en ella dos verdades encadenadas y un previo que da a luz, nunca mejor dicho, a lo que afirmamos en el Credo.
La encarnación es posible porque en María se dio una experiencia profunda de fe. Dios, el todopoderoso, entabla en lo más íntimo de María un diálogo con ella para obtener su consentimiento sobre su plan creador. Diálogo que, lejos de buscar la imposición, procuraba hacer brotar en el corazón de su criatura el mismo deseo por el cual palpitaba el suyo propio: el Hijo encarnado, nacido de mujer. Porque la salvación anhelada y buscada por los hombres no puede venir de ellos mismos ni de su fuerza, sino que es siempre un regalo de Dios. Por esto María es la ‘theotókos’, la que dio a luz al que es Dios, al Enmanuel, al Dios con su pueblo.
Sucedido esto, nos adentramos en las dos verdades que se sostienen mutuamente. Una ya se ha ido desvelando: el Dios lejano se ha acercado tanto a su criatura que se ha hecho totalmente interior a ella. El que ‘desde siempre y para siempre tomó la iniciativa de amar’ entra en la que es toda receptividad de ese amor hasta engendrarlo. Un profundo lazo de amor entre Dios y María sellado y comprobado por el Espíritu Santo. En el Espíritu Santo Dios sale de sí mismo para ir al encuentro con sus criaturas, en amor, por amor, para amar. En esa acogida del acontecimiento eterno del amor en la figura de María, envuelto en el silencio y en la sorpresa, se hace visible la encarnación, propiciando así la esperanza de Israel, la realización de la alianza, la salvación del mundo.
Y ¿cómo es esto posible si no conoce varón? ¿Cómo puede ser virgen siempre la que engendró y dio a luz al Hijo? Para María, la virginidad no es la etapa lógica de la edad en que vivía, sino una característica fundante que da lugar al misterio del encuentro interior de su Hijo con la humanidad. Lo que en la ley antigua era maldición, se convierte en bendición, en prenda de la fidelidad de Dios con su pueblo. María, totalmente abierta a Dios y a lo que Él quiere realizar por ella y en ella, se hace del todo pertenencia y ofrecimiento sin reservas, don incondicionado de su vida misma al Dios de su misma vida, dejándose habitar.
Y en las entrañas de María se gestó el que es la Vida… ‘y acampó entre nosotros’.