Jesús, María y José. La familia modelo de los cristianos, en que el hijo es Dios mismo y ambos padres son santos, la más sagrada, estuvo a punto de saltar por los aires. Pasa hasta en las mejores casas.
Porque después de conocer que José descendía de Abrahán y David, nos cuenta Mateo que el esposo de María, “como era justo y no quería difamarla”, había decidido repudiarla al enterarse de que ella esperaba un hijo. Lo del Espíritu Santo no lo convenció de primeras.
Pero resulta que el plan de Dios era aprovechar la venida de su Hijo para dejarnos un regalo: la familia, y por eso decidió insistir mandando al ángel para que le dijese que tranquilo, que creyese a María. Más de una vez he pensado en esa intención inicial de romper el matrimonio con María. ¿Fue por miedo a no estar a la altura, en lugar de por desconfianza hacia su mujer? Cuando se desposó con María seguro que pensaba en tener hijos, pero si ya da vértigo pensar en criar a un niño propio, ¿quién en su sano juicio se ve capaz de educar y proteger al mismísimo Hijo de Dios?
Pero como era un hombre bueno, la humildad y pánico iniciales se tornaron automáticamente en valentía para co-criar al Redentor. Dejó a un lado sus reparos y miedos, puso al niño el nombre que el ángel le indicó y, fiel a María, lo formaron y custodiaron hasta su muerte.
Hay que estar atentos, como María y José, para entender en qué quiere Dios que lo sirvan nuestras familias. Si lo hacemos con pasión, seguro nos traerá tanta satisfacción como aquella de José, desde el cielo, y María, desde la distancia, cuando la gente seguía a Jesús preguntando: “¿No es éste el hijo de José?”



