¿Imaginas llegar ileso al final de una larga historia? Probablemente sería señal de una suerte excepcional, o de haber dedicado más esfuerzos a protegerse de la vida que a vivir de verdad. Y es mejor vivir, arriesgar y ponerse a tiro, que gastar las fuerzas en huir de cualquier contratiempo. Porque sí, la vida deja huellas –y algunos zarpazos–. Dejan huella los pasos dados, los nombres importantes en nuestra historia, los aciertos, los errores, las memorias que evocan plenitud y las que uno quisiera que pasaran al olvido. Dejan huella los amores y los rechazos, las decisiones que hemos tomado –para bien o para mal–, los lugares y, sobre todo, las personas, con quienes las relaciones son complejas, turbulentas y a veces imprevisibles…
Cuando esas huellas son dolorosas, hablamos de heridas. Todos llevamos unas cuantas en el cuerpo y en la historia. Heridas que pueden doler durante mucho tiempo. Y que, incluso cuando ya no duelen, siguen ahí, quizás cicatrizadas, pero visibles. De vez en cuando, uno las mira y evoca, recuerda, y aunque quizás ya no haya el sufrimiento que en su momento causaron, sí se te pone una mueca seria, nostálgica, al pensar en el pasado.
Pero hay que vivir con ello. Porque también son escuela. De ellas aprendes, a cuidar y a cuidarte. A aceptar la carga de contrariedad de nuestras historias. Aprendes a pedir ayuda. A ofrecerla. También a elegir batallas. Y en ocasiones, a protegerte. O a exponerte, al darte cuenta de que de nada vale buscar la seguridad a cualquier precio.
Que las heridas sean por algo que merezca la pena. Eso sí.