Cada vez que voy a reservar el Santísimo en el sagrario me encuentro con que, en su interior está escrito en latín «Venga tu Reino». Se trata de una frase del padrenuestro que, por cotidiana, quizá ha perdido para nosotros parte de su fuerza y de su profundidad. Y es que, si pensamos un poco, el anuncio prepascual de Jesús se basó en la predicación del Reino de Dios. Una realidad, todo hay que decirlo, extraña, puesto que se trata de algo que ya está aquí, algo que viene, algo que no está ni aquí ni allí, algo cuya venida debe pedirse a Dios, algo que es como tantas otras realidades, pero a la vez es tan diverso a todas ellas. En el fondo, se trata de un misterio que nos remite a la realidad de que Dios reina y debe de reinar.
Sin embargo, es muy humano apropiarse de las cosas de Dios y tratar de domesticar este misterio para hacerlo así más nuestro, más comprensible y, tristemente en ocasiones, más manipulable. Así, todos vemos claramente que la identificación que se dio entre el Reinado de Dios y la autoridad temporal de la Iglesia, no es otra cosa que una confusión de una realidad tan grande como el Reino, muy alejada de la petición «Venga tu Reino». Pero, creo que existe otro peligro de confusión del que, precisamente por estar inmersos en él, no acabamos de ser del todo conscientes, y es el de identificar el Reino de Dios con algo que podemos hacer y construir nosotros. Así, en ocasiones decimos que hacen falta manos para construir el Reino, o que con esta acción hemos construido el Reino, o que es urgente construir el Reino en nuestro mundo. Identificando así el Reino con una acción humana, en lugar de ser conscientes de que es algo que debemos pedir que venga a nosotros.
Como no podía ser de otra manera, ante todas estas confusiones y apropiaciones, creo que el Evangelio es la única realidad que puede ayudarnos a intuir qué es el Reino, y también a entender cuál es nuestro papel en su venida. Jesús nos dice que el Reino de Dios es como un agricultor que esparce semilla en el campo, y que ésta crece independientemente de si él duerme o está despierto, pero también precisa de sus cuidados para germinar. Mi abuelo era hombre de campo y solía decir que los agricultores son de las personas que tienen una mayor fe. Puesto que saben que no todo depende de ello, que necesitan de un ‘milagro’ de la naturaleza, de un buen tiempo, de unas buenas condiciones, y por ello alzan sus ojos a Dios cada vez que siembran su nueva cosecha.
Nuestra labor por tanto no es tanto construir el Reino de Dios con nuestras fuerzas, sino cuidar esas semillas que germinan por sí solas, crear las condiciones idóneas para que éstas puedan dar un fruto que probablemente nosotros no recogeremos, y alzar los ojos al cielo implorando: «¡Venga tu Reino!»