Los que pudimos vivir la vigilia del Jubileo de los jóvenes de 2025 la tendremos grabada para siempre en nuestra memoria. Los días previos habían sido en cierto modo parecidos (aunque también distintos) al día a día: abrumadores, corriendo, de aquí para allá, llenos de mensajes y estímulos. Pero, en aquel momento de oración, Dios se volvió a hacer presente en medio de un campo lleno de personas. Y de nuevo, en el silencio, Dios se hizo Palabra. Una palabra que fue llamada, invitación y esperanza. Nos hizo experimentar que Él llama por sus nombres a todos: a los miles de jóvenes que estaban allí presentes y a quienes participaban desde sus hogares (pues casi todos, allí o allá, aunque veíamos por pantallas, sentíamos su presencia. Fue una experiencia de Dios, que se hizo posible en lo sencillo y hondo de aquello.

En nuestro día a día nos pasamos las horas rodeados de personas. Hablamos con muchos. Estamos siempre con gente, conversando, llenos de palabras y música; pero hay veces que nos sentimos solos y sin nadie con quien estar de verdad. Tor Vergata fue lo contrario. Igualmente, con personas por todos lados -millón de personas cuentas las crónicas- pero todos en silencio, la mayoría de rodillas: sintiendo que Dios estaba ahí. En el Cuerpo sacramentado de Jesucristo, en la comunidad por Él congregada. Hablando en el silencio. A cada uno. Cumpliendo su Palabra, que se encarna, pues a cada uno nos habló de una manera diferente: a unos les recordó “no tengas miedo”, a otros los animó con el “déjalo todo y sígueme”, o les preguntó ¿”de qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?”. La Palabra entró en lo más profundo de nuestros corazones.

¿Cuánto duró aquel silencio? No lo sé, podría buscarlo. Pero sí sé que fue un silencio habitado y compartido con los que allí estábamos, con los que lo veían desde lejos y también en la comunión de los santos. Como respuesta, un grito igual de silencioso salió de nuestros corazones: “Aquí estoy”. “En Vos confío”. “Sí, llévame donde quieras”. La Palabra se hizo presente en el silencio para dar vida a nuestros cuerpos tantas veces moribundos. Dejándonos una responsabilidad, la de, desde nuestra libertad, encarnar aquellas inspiraciones, llevar a cabo la misión encomendada y convertir la palabra en Verbo, convertir esa Palabra en acción, en respuesta agradecida, en obras de misericordia, semillas del Reino: “hágase tu voluntad”.

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