Nunca una Semana Santa es igual a otra. Parece que celebramos lo mismo, pero nunca Jesús muere de la misma manera y, por supuesto, nunca resucita igual. Yo, por ejemplo, de la Semana Santa de este año me quedo con el silencio. No el de las calles, que ni la ausencia de las procesiones las ha mantenido silenciosas. Tampoco el mío, que sigo buscando el soniquete seductor de las redes sociales. No me quedo con el silencio de los apóstoles, que tanto habían dicho que estarían al lado de Jesús y luego desaparecieron; ni con el de las autoridades que pudieron evitar su muerte pero prefirieron agarrarse a la cobardía y al poder; ni al de los «seguidores clandestinos» de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que, escondidos en la noche, recogieron su cuerpo y lo enterraron; ni al de ese sepulcro cuando la piedra se echó y todo quedó a oscuras. Yo me quedo con el silencio de Jesús.

Cuando nos ofenden, nos hieren en lo más profundo, nuestro primer impulso es gritar, «cantar las cuarenta» a quien nos daña, despotricar a gusto y protestar, protestar mucho. El silencio no es una opción (ni siquiera estoy segura de que, a veces, sea lo más indicado), y menos cuando creemos que llevamos razón. Pero Jesús me vuelve a sorprender.

¿Cómo es posible que, siendo Hijo de Dios, no hubiera hecho algo? ¿Cómo es posible que guardara ese silencio ante las acusaciones que le hacían, ante las barbaridades, ante el escarnio y la burla, ante la injusticia hacia él mismo? ¿Por qué no habló? ¿Por qué no argumentó con la sabiduría que le caracterizaba, con esa claridad con la que hablaba? Nadie como Él podía portar tanta verdad en sus palabras; nadie habría tenido más razón que Él. Pero calló. Ante los Sumos Sacerdotes, ante Pilato, ante Herodes, ante un fanático pueblo que pedía su muerte, ante la negación de Pedro…Nada. Ni una protesta, aunque sea por desahogo.

Nunca entenderé del todo ese silencio. Puedo imaginar que calló por obediencia al Padre, por aceptación de los hechos, por no impedir lo que era necesario que ocurriera, porque quizás Jesús entendió mejor que nadie que el silencio es la mejor de las respuestas…pero nunca entenderé del todo por qué.

Lo que sí creo que he podido hacer esta Semana Santa es aprender de él. A veces hay que guardar silencio para dejar que las cosas hablen por sí mismas, para trabajarnos la confianza y dar espacio a que Dios hable y lleve adelante su plan. El silencio es la oportunidad de echarnos a un lado, salirnos de escena y dejar que sea el Padre quien haga en nuestras vidas. Hacer silencio es un acto de humildad y servidumbre (no de «siervo», sino de «estar en servicio»). Hay veces que sí, que el silencio es la mejor ofrenda a Dios y la mejor muestra de que nos ponemos en sus manos.

Hoy, con el mindfulness y la meditación (que se llevan mucho y que, la verdad, he de reconocer que me ayudan bastante) está de moda eso de la aceptación activa (que no resignación), de soltar el control, dejar que las cosas ocurran y fluir. Ya eso nos lo enseñó hace mucho Jesús con su silencio.

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