En estos tiempos de pandemia, donde ha quedado claro que la salud de uno depende enormemente del comportamiento de los otros, resurgen voces que abogan por un nuevo «contrato social». Indudablemente se hace necesario un contrato ‘moderno’, amparado en la realidad social del siglo XXI, no sólo a consecuencia de la pandemia, sino a elementos no tenidos en cuenta en épocas anteriores como la globalización, el deterioro del medio ambiente o la nueva sociedad digital.
Pero eso del contrato social se nos hace grande para quienes vivimos alejados de los poderes públicos, sin apenas capacidad de decisión (más allá de nuestro voto periódico) y con el tiempo ocupado por las múltiples tareas cotidianas. Sin embargo creo que debería existir un «contrato social micro y de corto plazo», amparado en las medidas que desde las autoridades y los expertos se nos recomienda para el control de la pandemia. Un «contrato social micro», que para quienes compartimos los valores transmitidos por Jesús puede basarse en criterios evangélicos, en esa comunidad que trabaja junta, al servicio de todos, sin exclusión.
Un contrato no deja de ser una relación entre varias partes en las que cada una aporta algo para recibir una contraprestación. En un contrato social todos aportan para recibir, y en el caso de la pandemia es muy sencillo: se aporta para no recibir el virus, no contraer la enfermedad. Por eso una de las aportación que se nos pide es la de confinarnos, en aquellos lugares donde el contagio se da a nivel comunitario de manera descontrolada, o reducir nuestra vida social, donde las cosas no están tan mal.
Las noticias sobre las discusiones sobre el confinamiento nos tienen a gran parte de la población asqueada, apenas confiamos en la capacidad de nuestra clase política y casi que preferimos desconectar la tele, la radio o el ordenador antes que conocer el contenido de las últimas decisiones de nuestros gobernantes. Aun así creo que podemos ver el confinamiento desde muchas perspectivas, ya sea como una obligación legal (ya sea con o sin estado de alarma), una recomendación política o una decisión personal (hay todavía quienes desde marzo se han abstenido de salir a la calle). Pero también desde una mirada de «contrato social evangélico».
En un contrato social el confinamiento es una aportación que cada persona hace al conjunto, aunque dada la diversidad de la sociedad, no se mide lo que le supone de forma individual esa conducta a cada persona. La mirada de ese «contrato social evangélico» debería ser la de conocer que nos supone a cada uno cumplir ese confinamiento, a qué renunciamos, y poder, como comunidad, dar a cada uno las contraprestaciones que su aportación requiere, sin medidas cuantitativas, sino con la bondad de ese Padre misericordioso que Jesús nos presenta. No es lo mismo el confinamiento para quien tiene una casa con jardín o quién mantiene su tele trabajo, que para quien vive hacinado en un piso interior o ha perdido su trabajo o se encuentra en un ERTE incierto.
Por eso deberíamos optar por un contrato social más evangélico, aquel que tenga en cuenta tanto en la aportación (confinamiento) como en la contraprestación (ayudas y subvenciones), las circunstancias de cada persona, basada en que no todos deben aportar lo mismo para frenar este virus, ni todos debemos recibir lo mismo para sobrellevar sus consecuencias.