Estas semanas pasadas la actualidad eclesial ha estado polarizada por los supuestos motivos de la renuncia de Xavier Novell, ex obispo de la diócesis catalana de Solsona. Y como todo en estos tiempos, el hecho deja de ser noticia para convertirse en un circo en el que todos los medios opinan de aquella manera –ya sea a través de periodistas indecentes o de teólogos imprudentes– y convierten una noticia personal –aunque nos toca a todos– en una película de Almodóvar. Y conviene decir que aquí conviven varios enfoques: la especulación más atroz y, por qué no decirlo, desde cierto ánimo de venganza –contra él o contra la Iglesia–, todo ‘muy’ evangélico y siempre desde el ‘respeto’, como suele ocurrir en estos casos; las interpretaciones-especulaciones conspiranoicas (ya apagadas por la realidad); y ahora los homenajes románticos de quienes ven en esto el ‘triunfo del amor’.
Pese a todo, creo que más allá de los alicientes y colorantes surrealistas, y prescindiendo ya de la persona y el caso concreto –que cada persona hace en la vida el camino que puede– para la mayoría de los cristianos –y para los no cristianos también– es una noticia triste. Y digo triste no porque haya acabado así la cosa. Es triste porque se ha roto una palabra dada y un compromiso vivido, y da igual los motivos o quién haya fallado. Es triste porque no hay que ser un genio para deducir que esto provoca sus dosis de sufrimiento, lucha y contradicción, al menos en los fieles y supongo que en sus propias familias. Es triste como cuando un matrimonio se rompe, se traiciona a un amigo o se frustra un sueño que parecía claro y alcanzable, aunque luego el tiempo logre sanar muchas cosas. Es triste porque se ha roto una vocación, y no porque sea sacerdotal, sino porque el mundo anda muy falto de ellas. Y es triste porque nos recuerda que del fracaso en un proyecto vital –y este lo es– no estamos a salvo ninguno de nosotros, por mucha responsabilidad y aplomo que podamos tener.
Entre tanto show mediático se nos olvida una cosa: el ciudadano de a pie, creyente o no creyente. Los tiempos convulsos requieren solidez y referentes claros, y sobre todo respuestas a muchas preguntas abiertas. Y es que los cristianos –y los ciudadanos en general–seguimos necesitando líderes que resistan en tiempos convulsos como nos invitan a resistir a todos, en los que la palabra concuerde con los actos, suficientemente frágiles para acoger el sufrimiento y recios para cargar en su espalda el dolor de muchos, y sobre todo líderes que nos abran a la Iglesia y al conjunto de la sociedad a un nuevo espacio de fraternidad, de vida y de esperanza.