Una compañía de Winsconsin implanta chips en sus empleados. Así, solo con el dedo podrán activar la fotocopiadora, conectarse al ordenador o controlar la máquina de aperitivos. ¿Qué más podrán hacer los chips implantados en las personas en el futuro? ¿Estaremos localizados, aun sin saberlo o sin quererlo? ¿Llevará ese chip toda la información de nuestra tarjeta de crédito para que podamos pagar con solo pasar la mano? ¿Servirá de llave, de pasaporte, de carnet de identidad? ¿Monitorizará nuestro cuerpo para un seguimiento instantáneo de la salud? ¿Servirá para comunicarnos, combinado con otros terminales implantados en oídos o boca? ¿Grabará nuestras conversaciones para que podamos recuperarlas al gusto, como en un episodio de «Black Mirror»? Todo eso, que en otro tiempo hubiera podido parecer ciencia-ficción, ahora ya solo parece ciencia y tecnología. Y los ciborg (humanos con partes mecánicas o robóticas), tal vez se parezcan menos a Robocop, y sean más sutiles y digitales, pero ya están entre nosotros.

La pregunta que hay que hacerse es, ¿a quién van a servir estas tecnologías? ¿A las empresas o a las personas? ¿A los que se las puedan permitir, convirtiéndose en otro factor de desigualdad y exclusión? ¿Nos van a ayudar a ser más personas, o nos van a despersonalizar? ¿Quién mueve la ciencia y la tecnología, y con qué intereses? Sin duda, detrás de estas investigaciones hay intereses económicos –de quien invierte muchos millones de dólares para alcanzar logros y obtener beneficios– Pero, ¿hay algún tipo de control ético? ¿Alguna garantía de los límites de estos nuevos productos?

Lo cierto es que no se puede sin más demonizar, desechar o rechazar este futuro ya cercano, porque de algún modo, es un futuro tan presente que, querámoslo o no, ya está aquí. Pero hay que tratar de reflexionar muy bien sobre las dinámicas que están detrás. Antes de lanzarse, alegremente, a implantarse chips.

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