Vergüenza siento de empezar confesando cuánto confío en algo tan prosaico como es el sueño, pero su poder de recomponerme es formidable: si tengo un disgusto, en vez de insomnio me entra sueño y si duermo, lo encajo mejor; si me sobreviene un desplome energético, se me pasa durmiendo y casi también la fiebre, los desánimos, el cansancio o la gripe. Es verdad que el Evangelio recomienda la vigilia, pero Jesús se durmió en la barca y eso me tranquiliza bastante.
Yendo de menos a más: en los amigos encuentro un suelo importante en el que apoyarme y confiar, sobre todo en aquellos con los que ya he atravesado la prueba del tiempo y de los que sé que seguirán ahí, pase lo que pase.
Con la oración tengo una relación que no sé si se puede llamar de confianza, pero que me parece tiene algo en común con la querencia de las ranas a zambullirse en el agua. Supongo que si una rana se echa al agua, es porque su instinto genético la lleva a fiarse de que ahí va a encontrar el elemento más adecuado para ella. Pues si la oración fuera el agua, yo sería la rana. No sé explicarlo mejor pero confío en que el sueño, los amigos y la oración, sean ya guiños y primicias de aquello que repetía Juliana de Norwich hace 700 años: «Todo acabará bien, y cualquier cosa, sea cual sea, acabará bien…»