Hace unas semanas leí un libro del cardenal Tolentino de Mendoza[1] que trataba sobre la amistad. En él, relataba una anécdota que me sobrecogió. Un amigo suyo le llamó para llorar con él una historia que no podía contarle a casi nadie, por el riesgo de no ser entendido. Hacía poco tiempo que se había mudado de casa y, al volver a la antigua para recoger unas cosas, se había encontrado una carta del ayuntamiento en el buzón. En ella se le informaba de que habían exhumado los restos de su hijo, muerto hacía ya unos años, para proceder a depositarlos en un osario.
Con la carta en la mano, se fue corriendo al cementerio. Allí, un enterrador al que conocía –puesto que tiempo atrás, durante los años de más crudo duelo, solía visitar habitualmente el camposanto– le permitió ver los restos del ataúd de su hijo, no sin antes advertirle de que allí no había más que huesos.
Pero, lejos de relatarle una experiencia tétrica, lúgubre y triste, su amigo le compartió que aquella había sido una experiencia de enorme consolación. Pasó la tarde entera sentado al lado de los huesos de su hijo, mirándolos y recordando tantos momentos vividos con él. Y contaba que lo que más le había consolado era contemplar su calavera e intuir en ella la sonrisa que caracterizaba a su hijo y que tantas veces le había dedicado en vida. Así pasó horas sonriendo, mientras miraba la mandíbula, los pómulos y los huecos de los ojos de la calavera de su hijo.
Dice Tolentino que esta es una de esas historias de amor eterno que iluminan el mundo, diluyendo así las tinieblas de la vida.
Una historia que creo que expresa bien qué es lo que los cristianos sentimos ante la muerte. Aquello que celebramos en esta conmemoración de los fieles difuntos. Que no es el terror, el susto o el miedo ante los muertos vivientes de Halloween, sino la esperanza en la resurrección que brota de la fe en Jesucristo, muerto y resucitado.
[1] José Tolentino de Mendonça, Amicizia. Un incontro che riempie la vita, Milano, Piemme, 2023, 134.