Cuando opositaba, allá por el Pleistoceno, constantemente me taladraban la cabeza esos mensajes buenistas de «quien la sigue, la consigue» o «todo esfuerzo tiene su recompensa». Resulta que, pese a no dudar de su trasfondo inocentemente esperanzador, se quedan un poco vacíos si rascabas un poco (porque entiendo que, si no vas a rascar, no puedes descubrir qué te pueden ofrecer). ¿Qué pasa si me esfuerzo y no consigo lo que quiero? ¿Qué pasa si me esfuerzo, pero lo que alcanzo no es ni de lejos mi sueño? ¿Qué narices es un sueño?
Creo que una de las premisas clave en todo proceso de crecimiento personal (prefiero no hablar de madurez, no quisiera parecer una optimista) es asumir que no siempre querer es poder y que tampoco si te esfuerzas conseguirás siempre lo que quieres. Pero, una vez llegados hasta ahí, también hay que aceptar que a veces, lo que tú consideras que es un sueño puede estar lejos de lo que esperabas. Porque en ese camino de «obtener», se van dejando trocitos de «idealizar» que te llevarán al punto de partida (donde recordarás por qué querías lograr aquello), pero jamás al punto de llegada. El problema es que si pones demasiadas esperanzas en conseguir algo que esperas que sea lo mejor del mundo, es bastante probable que te termine decepcionando. Que te encuentres henchido de satisfacción dos minutos, pero profundamente desolado ante el resultado.
Damos demasiada importancia a los «caprichos», esas pulsiones momentáneas (aunque a veces se dilaten en el tiempo) con las que nos obsesionamos y para las que creemos estar destinados, sin darnos cuenta de que lo que realmente pesa en la vida, nos dirige y nos sana el vivir no tiene mucho que ver con el hito alcanzado. Versa sobre la manera en que enfocas tus ganas, tus motivaciones y, al final, tus virtudes. Versa sobre la forma en que das vida a lo que hay de Dios en ti. Versa en cómo le rezas para que te respalde, te colme de paz y sosiego en todo proceso de anhelo. Porque es bueno tener objetivos, pero no es bueno sólo tenerlos a ellos.