Hay veces en las que hacemos las cosas de mala gana. Incluso aquellas que nos gustan o con las que disfrutamos. Vemos que los demás no las hacen, no tienen interés en ellas, o asumen que son cosa nuestra y eso nos envenena. Entonces comenzamos a soltar frases tipo de «si no lo hago yo, no lo hace nadie», «a mi también me gustaría encontrármelo hecho», «ni se dan cuenta de que necesito ayuda», «no me han dado ni las gracias», etc. A veces nos las decimos internamente a nosotros mismos, otras las comentamos criticando con los de al lado, y otras disparamos nuestras palabras como si fueran flechas envenenadas (apuntando o sin apuntar).

En ocasiones me he preguntado si vale la pena hacer las cosas desde el cabreo, la desgana y el fastidio que las envenenan, o si, por el contrario, sería mejor dejarlas sin hacer. Personalmente, me ayuda distinguir entre qué cosas son aquellas en las que me he metido yo solo, sin que nadie me lo pidiera y probablemente porque me gustara, cuáles son las que me han mandado o me han encomendado y qué cosas hacen un bien a los demás o son realmente necesarias.

Esto me ayuda a reírme de mí mismo al ver cómo efectivamente los demás no colaboran con una tarea que comencé a hacer porque me gustaba, fruto de alguna idea brillante o de un momento de entusiasmo. A asumir con abnegación y responsabilidad aquellas tareas que me han encomendado, y buscar el mejor modo para llevarlas a cabo. Y, por último, a tratar de poner empeño en aquellas cosas que realmente son necesarias para los demás y que, no sólo deben de ponerse en los primeros puestos de la lista de tareas, sino que a veces también hay que buscar colaboradores que puedan llevarlas a cabo.

Mentiría si dijera que esto me ayuda a no llevarme berrinches absurdos y a no murmurar interna y externamente. Pero así al menos, me río un poco de mi pequeñez y de mi pobreza, y, con humor, procuro ponerlas en las manos de Dios para que me ayude a sacar de ellas lo mejor posible.

 

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