La cuestión con este mandamiento no es (principalmente) cumplir ritos religiosos en domingo, tener días de precepto, ir o no ir a misa. Eso, ciertamente, importa. Pero hay que ir más al fondo. El fondo es si Dios está en el calendario vital de uno. Si el ritmo de los días nos sirve como recordatorio de una historia de fe.
Las fiestas son días especiales. Días que tienen más relevancia para nosotros. Días en que la urgencia es menor; en que la carga del trabajo se deja por un momento; días en que parece que uno puede dedicar tiempo a personas, acciones o empeños que, normalmente, no tienen tanto acomodo en medio del vértigo del ritmo cotidiano.
Ahora, no nos engañemos, el calendario festivo se puede ajustar con muchas lógicas. Uno puede vincularlo a los ciclos del campo (en la antigüedad, muchas fiestas tenían que ver con el fin de la cosecha, la vendimia, la siega…). O puede vincularlo a la historia local (por ejemplo, fiestas que tienen que ver con eventos especialmente importantes, un aniversario, la conmemoración de la firma de un documento). Incluso el calendario puede estar marcado por otro tipo de dinámicas sociales (el cotillón de Nochevieja, las rebajas, un evento anual en la ciudad, el Día del Trabajo, etc).
Muchas de nuestras fiestas, incluso las no explícitamente religiosas, tienen un transfondo religioso, porque así surgieron (Carnaval tenía que ver con el Miércoles de Ceniza, Halloween –aunque ha sido más tradición de otras latitudes– con la festividad de los Santos), y por supuesto están las fiestas explícitamente religiosas (memorias de la Virgen, los Santos, Viernes Santo, los domingos –en su origen–).
Hoy, en esta sociedad secularizada, santificar las fiestas es hacer una memoria más explícita, si cabe, de Dios. Es ser conscientes de que Dios es también presencia y guía en el descanso. Es agradecer el reposo, el paso del tiempo, la propia historia. Y es permitir que el propio calendario vaya siendo un recordatorio de la vida de Jesús (eso, y no otra cosa, es el calendario litúrgico).
Santificar las fiestas es, en definitiva, abrir nuestro tiempo a la trascendencia, y nuestro descanso a Dios.