Nos indica la Real Academia Española que una utopía es un «plan, proyecto, doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización»… hasta que se demuestra lo contrario. Por eso, cuando escucho que algo es utópico, inmediatamente lo relaciono con palabras bonitas pero vacías; discursos elaborados, pero sin vida.
De ahí que me sorprenda que el papa haya empleado esta expresión en su viaje a Marsella: «santa utopía». Me sorprende porque con estas palabras ha golpeado con fuerza mi indiferencia y mi individualismo. No tanto porque no esté dedicando mi vida a los inmigrantes, sino porque he dejado de creer en la promesa de Dios, en su sueño. Me duele porque he dejado de esperar en que pueda haber estructuras que apuesten por generar una humanidad cada vez más unida y plural. Me sorprende porque me hago consciente de que yo soy el primero que veo los naufragios como noticias y los muertos como cifras.
¿Cómo va a ser santa una utopía, santo Padre? ¿Cómo podemos canonizar un imposible? El endurecimiento del corazón que ha vuelto a denunciar Francisco en Marsella es el síntoma de que se está apagando la esperanza que posibilita el cambio, y los ideales de fraternidad y de paz están esperando a que yo vuelva a creer que no son sólo palabras, sino que mi vida me va en ellos. No son simples conceptos bonitos: la fraternidad y la paz son la base que me hace respirar como ser humano.
Es por lo que, aunque sea una utopía, necesitamos a alguien que siga levantando hoy la voz con tanta claridad para recordarnos que los inmigrantes que mueren son carne de nuestra carne. Recordar a los cuatro vientos nuestra llamada universal a la fraternidad, que es el primer paso para que hoy la utopía lo sea menos. Porque si ha conseguido que una sola persona vuelva a mirar a sus hermanos como tales, efectivamente esta utopía empieza a ser santa.