San Juan de la Cruz, místico y doctor de la Iglesia, nos enseña que a Dios se le saborea, se le besa, se le abraza, se le desea, se le anhela, se le alaba y se le ama con un callado amor. La experiencia mística de nuestro santo está funda en el silencio, en el «callar y obrar»; sin embargo, se sirve de la palabra para intentar balbucear lo inefable. El gemido del amor desbordante que experimentan los místicos muchas veces se expresa con poesía, pues como diría María Zambrano, «la poesía es embriaguez y sólo se embriaga el que está desesperado y no deja de estarlo […] el amor en la poesía anhela la unidad y se revuelve contra ella, vive en la dispersión y se aflige. Llora por lo que no quiere dejar». Así, desde esa embriaguez surge el hermoso cántico de san Juan de la Cruz: «¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?»
En Juan de la Cruz encontramos a un santo excepcional. Un hombre bien humano, de carne, hueso y sentimiento, como todos, de una sensibilidad muy aguda, de una intuición perspicaz y de una pasión desbordante que, prendada por la belleza del Amado, a quien busca sin cansancio y sin descanso pues comprende, como nos lo dirá en sus escritos, que «el herido y llagado, da osadía para buscar al que ama» así, en algún momento de su vida llega a afirmar con una notable claridad que «el alma que anda en amor ni cansa ni se cansa». Es la herida de la ausencia la que lo mueve a buscar al Amado hasta pedirle y suplicarle con ansia de pasión desesperada: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura». El amor pide presencia, figura, ternura y hermosura. El amor «hace que el amante busque a su Amado en todas las que cosas que piensa, habla y obra». El amor pide obras de servicio por el Amado y en favor todos los hermanos y creaturas.
Me parece que la figura de san Juan de la Cruz puede enseñarnos mucho a los cristianos de hoy, especialmente a los jóvenes. En estos tiempos de generaciones de cristal, atormentadas por la tentación de lo inmediato y de una alta emocionalidad, nuestro poeta enamorado nos puede enseñar a no tener miedo de sentir profundamente, no tener miedo a experimentar intensamente el amor en toda anchura, altura y profundidad, a no tener miedo de aventurarnos completamente por los inefables caminos de la oración, la abnegación, la ternura, el servicio, el silencio y, a veces, la inevitable soledad. Nuestro místico carmelita descalzo, nos enseña que, transformados por la experiencia de la humilde oración, también podemos aprender a moderar nuestra intensa pasión, pasando de la vehemencia al sosiego; puesto que Dios «es manso y amoroso, mora secretamente en nuestro seno y, siempre, nos enamora suave y delicadamente».