Los clásicos son aquellas obras que no pasan de moda, sea cual sea el género. Son capaces de tocar la esencia del ser humano, y con ellas las de generaciones de personas que se acercan para contemplarlas. Cambian los colores y son reproducidas una y otra vez, da igual el paso del tiempo, siguen describiendo la realidad más desnuda del ser humano. Con temor y temblor lanzan al vuelo nuestra imaginación y agitan nuestro frío corazón, y nos muestran nuestra pequeñez en contraste con la grandeza de un misterio que nos desborda y nos corta la respiración.
Este misterio hoy tiene forma de dolor por la muerte de un ser querido, en este caso de su sobrina, Saly, de tan sólo cinco años, asesinada por un misil israelí. No es el mármol de La Piedad de Miguel Ángel ni el pasillo inmaculado de cualquiera de nuestros museos, pero el sudario de esta pobre criatura nos recuerda las heridas y el llanto de tantas víctimas inocentes en un mundo sacudido por la guerra y por el odio. Es el premio World Press Photo de este año, capaz de decir tanto sin ni siquiera mostrarnos un sencillo rostro humano. Es la oración silenciosa del fotógrafo Mohammed Salen intentando iluminar nuestra ceguera más oscura.
Sobran las palabras cuando la humanidad clama con dolores de parto. Cuando el grito de las víctimas es tapado por el ruido de las bombas, y cuando la mirada del mundo es deslumbrada por problemas espurios que no nos llevan a nada. Es el abrazo de la vida a la muerte esperando la resurrección. Es Dios mismo el que nos invita a contemplar las fronteras del mundo, a descubrir que nos llama en medio de la realidad, a retarnos a sanar las heridas de una humanidad herida que parece que, por momentos, no se quiere salvar.