En la larga historia evolutiva de los herbívoros uno de los factores que hizo que algunas especies –como las jirafas, los ciervos o las vacas– desarrollaran la capacidad de rumiar fue la necesidad de defenderse frente a los depredadores.
Los rumiantes digieren los alimentos en dos etapas: primero los consumen, y luego realizan la rumia, que consiste en la regurgitación del material ingerido. Los biólogos que han estudiado esta adaptación evolutiva nos informan también de que, al remasticar el bolo regurgitado, los rumiantes reducen el tamaño de las partículas fibrosas, facilitando así su paso al resto del tracto gastrointestinal. En resumen, primero ingieren rápido; y luego rumian despacio en lugar seguro, alejados de los depredadores.
Los seres humanos no somos herbívoros. No podemos digerir la fibra vegetal ni rumiar. Por eso el verbo lo usamos en sentido figurado cuando, por ejemplo, queremos pensar algo despacio: «necesito rumiarlo», decimos coloquialmente si necesitamos tiempo antes de tomar una decisión.
En la Biblia no se habla de la rumia porque no se conocía el complejo mecanismo digestivo de los herbívoros. Pero sí se invita con frecuencia a parar, contemplar y meditar. Contemplar la naturaleza –el libro de la creación– y meditar la Escritura –el libro de la revelación– con una actitud pausada y reflexiva.
Muchas prácticas espirituales también pueden interpretarse desde esta clave, como ejercicios de rumia –no del bolo alimenticio, claro, sino de la experiencia humana–. El examen del día, por ejemplo, ¿no es acaso una forma de traer de nuevo a la memoria lo vivido, para saborearlo y digerirlo despacio? Y la oración y la participación frecuente en la eucaristía, ¿no es también una forma de asimilar la experiencia central de la fe cristiana para nutrirnos espiritualmente?
En nuestra época, sin embargo, la capacidad humana de rumiar se está atrofiando por la aceleración de muchos órdenes de nuestra existencia, así como por la fragmentación creciente de la atención.
El rumiante, en sentido espiritual, es el sabio. Y los rumiantes, aquellos que buscan juntos la verdad, la bondad, la belleza y la sabiduría. Ahora bien, en una época marcada por la mercantilización de la atención y la distracción constante ocasionada por los dispositivos digitales, ¿cómo podemos recuperar la serena atención que es requisito de una vida sabia?, ¿qué prácticas cotidianas pueden reconectarnos con nosotros mismos, con los demás y permitirnos saborear de nuevo la vida?
Quizás en nuestro tiempo deberíamos reinventar los antiguos bestiarios adaptando uno de los imperativos de Jesús –«Sed sencillos como las palomas, astutos como las serpientes»– para añadir: «y sabios como los rumiantes».
Perder la capacidad de rumiar nos condena a vivir en la inmediatez, la superficialidad y la ansiedad.
Parar, meditar y saborear despacio la vida nos ayuda a vivir con sensatez, profundidad y serenidad.