«Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor». (Harper Lee)

Puedo estar equivocado, pero si algo me ha ido enseñando la vida es que, en toda relación humana, es más importante escuchar que hablar. No se establece un diálogo mejor por el mero hecho de inundarnos de palabras. Esto está muy claro en la oración. No es mejor oración la que se nos llena de palabras… No deberíamos de llenar la oración de palabra «nuestra», sino de escucha de la palabra de OTRO. En la oración, como en toda relación humana, necesitamos una escucha que busque entender, comprender, ser consciente, entablar y consolidar relación, caminar hacia la verdad, construir puentes…

Estamos atravesando unos tiempos que precisan de nosotros escuchar tanto a los que piensan como nosotros como a los que están en nuestras antípodas ideológicas, religiosas, culturales, etc. Son tiempos para leer más de un periódico, sintonizar más de una emisora de radio, más de una cadena de televisión, más de un sitio web… Son tiempos en los que estamos invitados y urgidos a ponernos en disposición de escucha. Pero no todo lo que llamamos escuchar lo es auténticamente. Existen, a mi juicio, al menos cuatro talantes de escucha, cuatro modos de escuchar. En verdad, solo el último merece tal nombre.

En primer lugar tenemos la escucha fundamentalista. Se trata de una escucha blindada, es la de aquel que tiene la respuesta a todas las preguntas. Su esquema mental está cerrado y es el único válido. Lo diferente es peligroso, malo, inútil, falso… No hay lugar para el cambio, para la interpretación. Los que piensan de modo diferente son herejes, heterodoxos, o peor aún, ‘modernistas’, o ‘fachas’, o ‘antipatriotas’, o ‘vaya usted a saber qué’.

En segundo lugar podemos considerar la escucha acrítica. Es la del discípulo hacia su gurú, o la del pelotas que quiere medrar ante su superior. Se ‘disuelve’ la personalidad del que escucha en la del que habla (y manda). Se acata… La única actividad es incorporar el pensamiento de otro: «ya me dirá el padre, o el líder de mi partido, o mi jefe, o mi columnista favorito lo que es verdad y lo que no».

Una tercera manera es la escucha ideológica. Usamos este modo cuando escuchamos para responder, no para comprender. Significa que no estamos realmente interesados en la opinión del otro, sino en lo que le vamos a contestar; no recibimos verdaderamente lo que está diciendo; no dejamos terminar. Ya tenemos la respuesta antes del final de la pregunta…

Y, finalmente, la escucha vulnerable. Es la de quien se deja ‘afectar’ por lo que la otra persona dice y es… No es tanto una comunicación de «cabeza a cabeza», sino más bien de «corazón a corazón». Intento ponerme en su piel. Dejo que me llegue. [Así es la escucha en la oración, porque la comunicación de Dios es interpersonal. Es de corazón a corazón]. «Uno no comprende de veras a una persona hasta que considera las cosas desde su punto de vista… Hasta que se mete en el pellejo del otro y anda por ahí como si fuera el otro». De esta manera intentaba explicarlo Atticus Finch a su hija Scout en la inolvidable Matar a un ruiseñor.

En tiempos de pandemia sería bueno buscar lo que tenemos en común en lugar de subrayar –desayuno, comida y cena– aquello que nos separa. Nos estamos jugando demasiado personal, comunitaria, global y también eclesialmente como para permitirnos el lujo de no escucharnos.

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