«Tú que tienes conexión directa, por favor reza por mí y a ver si Dios nos ayuda». Es una frase que me dicen habitualmente, pensando que por ser jesuita, Dios me va a hacer más caso. Claro, uno se sabe poco poderoso, y se queda pensando en la confianza que tiene la gente en mi oración y en cómo esta va a poder ayudar a las personas que me lo piden. El problema es no entender bien lo que realmente quieren decir cuando alguien te pide que reces por él. Pensamos instintivamente que queremos que Dios haga que apruebe ese examen, que encuentre novio o novia, o que cure esa enfermedad que le acaban de diagnosticar a un familiar.
Al final, convertimos a Dios en un ser que actúa indiscriminadamente en el mundo. Igual que nos podemos enfadar con él cuando las cosas no van tan bien o me sucede alguna desgracia, rezar por alguien no puede ser una llamada a que los milagros aparezcan sin más.
Yo, he optado por otra cosa. Rezar por alguien es ponerlo delante de Dios, llevarlo a mi oración, a mi corazón, para que sea Dios, y no yo, el que haga lo que quiera. Rezar por alguien es decirle que forma parte de mi vida, que le quiero y quiero que Dios esté cerca de Él. Y se trata de fe, de confianza, no de magia ni soluciones extrañas. Es necesario estudiar, ir al médico, dar todo de nosotros; y es imprescindible terminar poniéndolo en manos de Dios, porque como diría san Ignacio: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Gracias y rezo por ti.