En Berlín, la capital de Alemania, han salido a pasear los viejos fantasmas del pasado a propósito de los grafitis con la estrella de David pintarrajeados en la entrada de un puñado de viviendas. Una de las inquilinas ha declarado que habla en hebreo por teléfono, razón por la que sus vecinos pueden haber deducido su religión. Durante el régimen nazi, los comercios, las viviendas y la propia indumentaria hebraicas se marcaban con estrellas de David amarillas. Aquella vesania contra los judíos acabó en la cámara de gas de los campos de exterminio ante los que clamó conmovido el primer papa alemán de la historia: «¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?».

Todos los pogromos de la historia empiezan por señalar a los otros, a los diferentes, a los que no son como nosotros, a los que hablan en otra lengua, rezan a otro dios y comen otros alimentos. Hasta descansan y hacen fiesta en fechas distintas a las nuestras. ¿Tienen acaso los mismos problemas para llegar a fin de mes, quieren quizá lo mejor para sus hijos también, se aman y se odian entre ellos de manera idéntica a como lo hacemos nosotros? Pero son los otros, los que están fuera de sitio, los que no encajan. O no dejamos que encajen.

El propio Benedicto XVI en su visita a Auschwitz en 2006 dejó esta frase con la que invita a rezar, no por los otros, sino por todos nosotros: «Elevamos nuestro grito a Dios para que impulse a los hombres a arrepentirse, a fin de que reconozcan que la violencia no crea la paz, sino que sólo suscita otra violencia, una espiral de destrucciones en la que, en último término, todos sólo pueden ser perdedores. Nosotros oramos a Dios y gritamos a los hombres, para que esta razón, la razón del amor y del reconocimiento de la fuerza de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las actuales amenazas de la irracionalidad o de una razón falsa, alejada de Dios».

Recemos también por todos nosotros, sin distinción, en la jornada de ayuno y oración convocada este martes 17 de octubre por Francisco.

 

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