Desde que la Revolución Industrial y el capitalismo ganaron la partida en la economía e impusieron sus reglas de juego en la vida de las personas, parece que la epidemia del «ser para producir» se ha ido extendiendo entre la mayoría de los seres humanos. Así, basta mirar a nuestro alrededor para advertir cómo muchas de las campañas publicitarias que nos asaltan, invitan al consumo, haciéndonos entender que tras esas compras que realizaremos, nuestra productividad será mejor (incluso a veces de un modo indirecto, por medio de viajes y elementos de descanso).
Parece que este producir, cuanto más mejor –y al menor esfuerzo con los mayores beneficios, aunque sean aparentes–, se nos ha colado incluso en el catolicismo. Pese a que hace tiempo que se aclaró que no era cristiano pensar que la salvación podía ganarse únicamente a través de lo que hacemos (puesto que este pensamiento olvida que la gracia de Dios es mucho mayor que todas nuestras obras, pensamientos y sentimientos), lo cierto es que hoy parece que hayamos olvidado o quizá matizado este tipo de pensamientos erróneos.
Por poner un ejemplo, casi sin darnos cuenta hemos convertido el Adviento en un tiempo para llenarnos de retos y acciones aparentemente buenas que, sin embargo, ponen demasiado su acento en el ‘yo’, y olvidan a ese ‘Tú’ al que esperamos. Eso, por no hablar del vacío que a veces se siente al no haber hecho el bien durante todo el año y pretender ‘taparlo’ o ‘compensarlo’ con estos retos y acciones que, pese a su apariencia de bondad, esconden una gran dosis de limpiadores temporales de conciencia.
¿Qué pasaría si, en lugar de tantos retos productivos, probásemos a parar y a «perder tiempo» haciendo silencio y maravillándonos delante del misterio? Porque el Adviento nos prepara para un gran misterio que se nos pone delante: ¡Dios se hace hombre!, o, aún mejor, ¡Dios se hace niño! Por tanto, si Dios se hace un niño, indefenso y necesitado de cuidados, quizá nos esté invitando a no ponernos tanto en el centro (como con nuestros retos) sino a profundizar en ese misterio, haciendo hueco en nuestro corazón para su nacimiento, como si de una nueva cueva de Belén se tratara.