A veces creo que me tomo la vida demasiado en serio. Desde siempre me han educado así, pensando «en el día de mañana», que no es ninguna broma y pide de uno ‘responsabilidad’. Luego uno empieza a caer en la cuenta de que «sólo se vive una vez» y eso da mucha solemnidad a las decisiones que van definiéndote. ¡Y vaya si no es ‘serio y solemne’ meterte jesuita con 19 años de edad! Qué claridad y qué euforia da eso de ver que uno lleva las riendas de su vida coherentemente. Y qué pretencioso.

A menudo me pasa ahora que siento mucha envidia de esta gente que es todo menos seria, solemne y coherente. Que no tiene que hacer las cosas siempre según unas razones o unos ideales, como convenciéndose a sí misma repitiéndose en bajito los porqués de lo que hace a cada poco. En definitiva, que no se tiene que justificar. Que va como a bandazos, tanteando, buscando emociones nuevas, experiencias… valorándolas por lo que son y dan de sí, sin muchas pretensiones. Ni seguridades o certezas.

Novelistas que reproducen sus vivencias de viajes exóticos e inverosímiles; pensadores que corroen con su crítica los patrones y mapas de las sendas transitadas, caminando sobre la marcha por lo inexplorado; amigos míos que viven ‘desde las tripas’ las intensidades de cada alegría y cada tristeza, cada posibilidad y cada limitación… ¡Qué envidia!

No tengo mucha idea de qué sea ese ‘algo’ de verdad que se esconde en lo de aprender a reírse de uno mismo. Supongo que tiene que ver con no tomarme la vida demasiado en serio. Imagino que no se trata del desencanto típico del insatisfecho que está de vuelta de todo. Ni se parece al hambre compulsiva de novedad de quien devora ansiosamente experiencia tras experiencia. Es muy posible que apunte a asumir que uno no depende únicamente de sí mismo en última instancia. Que no hay certezas ni seguridades. Que somos relativos y no tenemos nuestra última palabra. Que bien sea la novia, Dios, los amigos, el trabajo, la hipoteca… o cualquier otro aspecto de nuestra realidad, nos enseña lo ‘cutres que somos comparados con nuestros ideales y grandilocuencias. Intuyo que el grado de risa con que cada uno sobrelleve esto depende de la paz con que asumamos nuestra desnudez, las circunstancias que se nos imponen.

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