
Dios en la bruma
«Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 78-79)
Parece más claro que Dios me acompaña cuando la vida me sonríe. Entonces entiendo que Dios me cuida. Pero, ¿y cuándo estoy fastidiado? ¿Cuándo pierdo pie en la vida? Hay veces en que es casi imposible sentirle. Ni siquiera encuentro la paz suficiente para buscarle. En esos momentos quiero protestar, gritar, quejarme o reclamarle porque me parece que no está siendo tan infinitamente tierno ni protector como «prometió». Entonces la oración se vuelve lamento o reproche. Pero voy aprendiendo a reconocer que ahí, en la tormenta, también me sigue cuidando. Que Dios no es un Dios blandito para vidas mullidas, sino un Dios encarnado para vidas humanas, un Dios volcado en sus hijos frágiles. Que me hace fuerte en la debilidad, que a veces me alivia en rostros amigos, en bromas familiares o me da la esperanza suficiente para ir tirando –que no es poco–.
¿Qué pasa con Dios en esos momentos de ahogo, de agobio o de tristeza?
Miedo
Aquí, sobre tu pecho, tengo miedo de todo;
estréchame en tus brazos como una golondrina
y dime la palabra, la palabra divina
que encuentre en mis oídos dulcísimo acomodo.
Háblame de amor, arrúllame, dame el mejor apodo,
besa mis pobres manos, acaricia la fina
mata de mis cabellos, y olvidaré, mezquina,
que soy, ¡oh cielo eterno!, sólo un poco de lodo.
¡Es tan mala la vida! ¡Andan sueltas las fieras...!
Oh, no he tenido nunca las bellas primaveras
que tienen las mujeres cuando todo lo ignoran.
En tus brazos, amado, quiero soñar en ellos,
mientras tus manos blancas suavizan mis cabellos,
mientras mis labios besan, mientras mis ojos lloran.
Alfonsina Storni