Al margen de los insensibles de siempre, que solo leen las cosas en clave de banderas y etiquetas, y que se regodean y celebran lo que consideran una metáfora de no se sabe bien qué, quiero pensar que la mayoría de la gente hizo ayer una lectura distinta del enganchón del paracaidista que, a dos metros del suelo, se quedó colgando de una farola ante las autoridades que presidían el desfile de las fuerzas armadas. La mayoría –y así lo indicarían los aplausos– se sintió conmovida al intuir la desesperación y ver el rostro crispado con el que el cabo Luis Fernando Pozo trataba de mantener el tipo. Y se sintió conmovida al reconocer que ninguno estamos libres de estas derrotas cotidianas.
Mira a tu historia. Es probable que reconozcas un momento así. Un instante en el que la fatalidad parece haberse cebado en ti. En que lo que hubiera podido ser perfecto se convirtió en catástrofe. Quizás una catástrofe cotidiana, que vista con distancia no será tanto, pero que en el momento supone un verdadero mazazo. Un tropiezo inesperado, un error de cálculo, un momento de entusiasmo que te hizo perder la perspectiva, una derrota amarga porque no debería haber llegado. Y entonces te ves devastado, tan solo deseando que llegue el momento de estar solo para poder llorar a gusto. Porque al menos no quieres romperte más delante de todos. Y cada palabra de consuelo, cada gesto con el que intentan aliviarte, solo es un recordatorio del golpe recibido.
¿Y quién no se ha estrellado alguna vez, en el peor momento posible, con un obstáculo imprevisto? ¿Y quién no ha fallado justo en lo que parecería su fuerte? ¿Y quién no ha tenido alguna vez ganas de llorar, sin que el consuelo de otros ofrezca alivio?
Quizás si fuéramos capaces más a menudo de ponernos en el lugar de los otros. Si fuéramos honestos para reconocernos en la fragilidad tan compartida, y si fuéramos humanos para cuidarnos justo cuando nos vemos más vulnerables, nuestra sociedad podría ser algo distinto, y mejor.