…te hará llorar, dice el refrán. En realidad, debería hacernos reír más que llorar, pero ya se sabe que el amor (el de verdad, no sucedáneos del mismo que van adornados de pasiones fugaces y actitudes posesivas), en demasiadas ocasiones, duele, y mucho. Duele porque duele la sinceridad, aunque esta sea dicha desde el deseo de ayudar; porque duele el «no» que a veces hay que pronunciar u oír para marcar límites; porque duele el dolor del otro a quien se quiere, y porque amar de verdad implica cierto desprendimiento de uno mismo para que el otro pueda ser quien realmente es. Pero, con toda humildad, yo añadiría a este dicho que, quien bien te quiere, también se quedará para consolarte.
Consolar es un acto de amor. De hecho, es una de las siete obras de misericordia espirituales: «consolar al triste». Pero, en nuestro sincero y noble deseo de consolar, muchas veces ahogamos más que desahogamos.
Consolar es acompañar en el dolor, esto es, ponerse al lado del que sufre, y no delante o en el medio. Es un acto de descentralización por parte del que consuela: me quito yo de la escena para dejar que el otro la ocupe. Le doy espacio a su dolor, sin exaltárselo («hay que ver qué fuerte lo que te ha pasado») ni desdeñándolo («venga, que tampoco es para tanto; mira cómo está fulanito, ese sí que tiene motivos para llorar»). Me convierto en testigo de su pesar y en espejo donde el otro pueda poner frente a sí aquello que tanto le hace sufrir.
Consolar es escuchar desde el corazón. A veces estamos escuchando más lo que vamos a decir que lo que el otro nos está diciendo. Andamos como locos buscando el consejo adecuado y el discurso perfecto cuando a lo mejor no es necesario, sino que lo verdaderamente necesario es simplemente escuchar: con la mirada, con las manos, con la sonrisa (o la lágrima), con el abrazo.
Consolar es permanecer. El que consuela se queda. Aunque sea guardando cierta distancia, pero haciendo saber que está, que no se ha marchado ni lo hará. Quien consuela sostiene, aguanta, respalda y deja hueco para que el otro empiece dar sus primeros pasos tras la caída. Y en el momento oportuno, sabe cuándo es el momento de retirarse para dejar que el otro vuelva a encontrarse, recupere la confianza en sí mismo y se sienta fuerte y autónomo para afrontar el resto del camino.
Si digo todo esto sobre el acto de consolar no es porque yo sea una experta en ello, qué más quisiera. Si lo digo es porque he tenido la suerte de haber tenido personas a mi lado que han sabido consolarme. Personas que no me han ahorrado el sufrimiento, que han guardado silencio cuando yo necesitaba hablar, que han enjugado lágrimas, que me han levantado del suelo, me han sostenido y luego me han dicho: «vamos, no te quedes ahí. Hay que seguir caminando». Personas que han permanecido aun cuando estar era difícil; que me han dado una respuesta sin florituras ni cojines, pero sin olvidar el «te quiero»; que me han ayudado a sanar haciéndome ver que, en última instancia, soy yo la que se pone manos a la obra.
Decía Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré». Las personas que consuelan son testigos y misioneros de estas palabras. En un mundo donde el sufrimiento parece no tomarse vacaciones, ¡qué bonito ser alivio para el que lo necesita!