Qué tiene la música que, siendo intangible, tiene poder sobre nosotros. Porque nos hace reaccionar, recorriendo nuestro cuerpo de norte a sur y teniendo la capacidad suficiente para convertirse en escalofrío cuando se suceden unas a otras las notas adecuadas; y otras veces es esa letra, que al ser cantada y bailar con una melodía, nos hace estremecer y lleva a recordar momentos que algún día cayeron en el olvido y nunca nadie quiso rescatar.
Qué tendrá la música que puede cambiarnos el ánimo. Que nos describe tanto en lo particular, aunque no haya nada más universal. Que nunca se acaba ni deja de sorprender. Que une mentes separadas por muros de hormigón. Que da color. Que da auténtica vida.
Y tal vez tenga eso que nos aísla de lo frívolo para volvernos más reales y más sensibles. Haciendo que nos sumamos en nuestros pensamientos, en nuestros pesares o en todo aquello que tiene la etiqueta de «felicidad» en nuestra mente. O le pone banda sonora a todo aquello que nos rodea y nunca creímos ser capaces de ver. Abrir los oídos para ver bien, decían.
Tal vez tenga algo de Dios. Por decirnos sin tocar. Por dejarnos tocados, sin saber explicar. Por impregnarlo todo de sensaciones aparejadas a sentimientos. Por hacernos ver nuestra debilidad y amansarnos, aunque no nos consideremos fieros. Por hacernos más reales. Por hacernos vivir y revivir y movernos a su son. Por acompañarnos siempre, en todo, de fondo. A veces sin notarse y otras reinando sobre el poderoso silencio. Siempre dándonos motivos para sentirnos vivos.