Avanzado como está el tiempo de Cuaresma, seguro que en alguno de los grupos de WhatsApp parroquiales, del coro de la misa o a la salida del templo, se ha comentado el famoso «ya no hay aleluya». Quizá te haya pasado como a mí que hayas escuchado a algún inocente (esperemos) quejándose de las férreas normas de la Iglesia porque «no nos deja cantar lo que queremos». Y es entonces cuando uno se da cuenta de la necesidad de los límites y de la pedagogía de la espera que brinda la liturgia.
De los límites, porque son necesarios. Porque la dinámica de la liturgia –en cualquier época– nos ayuda a valorar el tiempo y cómo lo habitamos. Si no se significara la austeridad de la Cuaresma y su carácter penitencial con la ausencia del canto del Aleluya, nos sería difícil cifrar la explosión de júbilo que supone cantarlo la noche de la Vigilia Pascual. Porque si todo sigue igual, nada cambia. Si no hay signos externos que nos pauten, ¿cómo transformar lo interno?
Y es que la conversión interna, necesariamente, se apoya en la pedagogía de la espera. Porque la Cuaresma es hacernos conscientes de nuestra condición de peregrinos tantas veces errantes, perdidos y necesitados del que es Palabra de Vida. Palabra que, en su ausencia, despierta la nostalgia y provoca el camino de la conversión. Palabra que es canto, «¡Aleluya!», porque mi voz, mi corazón y mi cuerpo saben que esperan el don del Resucitado.
Cantar Aleluya en Cuaresma sería una contradicción para nosotros: nos hacemos parte con Jesús en su camino hacia Jerusalén, donde los girones de vida que ha ido donando serán definitivos en la Cruz. Por eso, hasta que llegue la Noche donde la Vida vence la muerte, sustraemos el canto de júbilo por excelencia en virtud de un moderado «Honor y gloria a ti, Señor Jesús». Porque habitamos cuarenta días donde contemplamos con reverencia al Amor amenazado, entregado y donado. Para que, llegado el tiempo, nos hallemos convertidos a Él. Será entonces cuando todo cantará con el Resucitado «¡Aleluya!». Y no habrá más norma que la alabanza al Dios que hace tanto por ti y por mí.