Hay un cuento maya que identifica al ser humano como aquel en la naturaleza en quien existe un ‘agujero profundo’: como un hambre que jamás saciará. En otra cultura a esa ‘apertura’ se le ha llamado «anhelo», o «deseo del corazón».
Más al sur, en la Amazonia, otros pueblos indígenas han dado su respuesta a dicho anhelo. Quienes viven allí como herederos de una tradición que se ha ido formando durante milenios, se entienden custodios de una selva que les trasciende, desde una relación de intimidad con la Creación, que allí se manifiesta tan abrumadora.
Les trasciende en el espacio, porque sin llegar quizá a comprender cómo produce oxígeno, no dudan en que es un bien para toda la humanidad. Una humanidad que nos enseñan con esa actitud generosa y de búsqueda de profundidad, sintiéndose al servicio de todo el que se beneficia de aquella selva, de nuestra vida.
En toda creación se reconoce a su creador, y también ahí reconocen la trascendencia. La Amazonia posee los acuíferos más abundantes del planeta y enormes extensiones de territorio selvático. Esto hace que sea una de las regiones más fértiles, y con mayor biodiversidad del planeta. Reconocen así la traza que deja su creador, y lo reconocen como el Creador de vida.
A aquellos pueblos la Amazonia les trasciende también en el tiempo, porque estaba ahí desde mucho antes que ellos llegaran, y seguirá cuando mueran. No la tienen como suya, sino de un Dios que les regala la oportunidad de cuidarlo. Ello supone una posición privilegiada para disfrutarlo, aún sabiendo que puede costar la vida.
Situarse ante esta cosmovisión, contrasta con escuchar a quien se atreve a llamar a la Amazonia ‘nuestra’. No deberíamos estar hablando de posesión, sino de agradecimiento y corresponsabilidad. El argumento no debería ser sobre gastos y beneficios, sino sobre servicio gratuito y fraternidad. De nada sirve poner en cuestión que sea ‘pulmón del planeta’, sin preguntarnos si acogemos el soplo que nos ofrece para llenarnos de humanidad.