El ser humano es un animal político. Vivimos con otros, y necesitamos organizarnos, articular la convivencia. La concepción de ese espacio público ha cambiado con el tiempo. Mientras unos han visto en el Estado un “Leviatán”, un mal necesario, nuestra concepción moderna es más positiva, resaltando su función de velar por el bien de aquellos que no tienen medios para sostenerse o participar de alguna forma.
La misma Doctrina Social de la Iglesia reconoce la importancia de esta función. Sin duda, hay ámbitos en que sólo parece regir el rendimiento económico, a costa de los demás. Los avances tecnológicos dan a las “Big Tech” un poder inaudito contra el que debemos ser precavidos.
Sin embargo, no me convence la ecuación “público = bueno, privado = malo”, según la cual todas las empresas (hasta la tienda de la esquina) buscan aprovecharse de los demás, las universidades privadas son chiringuitos, y los colegios privados (o concertados) adoctrinan, mientras lo público sería una fuente de pureza.
Los recientes acontecimientos, como la tardía respuesta al desastre de la DANA, y los actuales casos de corrupción, manifiestan una crisis de lo público. Lo público deja de serlo en la medida en que su control queda en manos de una partitocracia, y ya no es representativa de los ciudadanos.
Necesitamos repensar la relación entre lo público y lo privado. La D.S.I. nos recuerda que uno de los pilares de la convivencia sana es la sociedad civil. Especialmente hoy, que a tantas ONGs se les ha caído la “N”, deberíamos repensar también si las organizaciones son suficientemente independientes del poder que intenta perpetuarse sin límites.
Seamos críticos con el poder económico de las empresas. Seamos críticos con el poder político del Estado. Tengamos esperanza en el corazón humano, capaz de escuchar al Espíritu y entregarse por los demás, allá donde esté.