Todo comenzó a las cuatro de la mañana. A esa hora despegó de un aeródromo militar una pequeña escuadrilla de la Luftwaffe. Llevaban una misión: bombardear Wielun, un pequeño pueblo polaco situado a escasos kilómetros de la frontera con Alemania. Los pilotos de aquellos aviones estaban orgullosos, –¡éramos los primeros!–. Con ese ataque Alemania daba inicio a la invasión de Polonia. Una hora después, toda la maquinaria militar de la Wehrmacht entraba en territorio polaco sin encontrar apenas resistencia. «Era como un cuchillo afilado cortando mantequilla», comentó un oficial polaco, testigo de la invasión. Fue la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939.

Hace 80 años se iniciaba la peor carnicería de la historia. Duró seis años y un día, como si la humanidad entera hubiese estado recluida en una pesadilla. Nunca antes una guerra se había desarrollado en todos los continentes y a lo largo de todos los océanos. Hubo más de 70 millones de muertos, aproximadamente el 2% de la población mundial (la Unión Soviética, entre civiles y soldados, sufrió 23 millones de bajas, una cuarta parte de la población fue herida o asesinada). Regiones enteras quedaron arrasadas y muchas poblaciones fueron reducidas a cenizas. El patrimonio artístico de ciudades como Dresde, Róterdam o Varsovia desapareció para siempre. Durante la guerra el genocidio contra el pueblo judío alcanzó su máximo nivel, se generalizó el bombardeo de ciudades y las masacres a civiles como estrategia de guerra. Además, hubo numerosos ataques químicos y se usaron armas nucleares sobre las tristemente conocidas Hiroshima y Nagasaki.

Hacer cualquier comentario o valoración es imposible. Ver el horror y la acumulación de crímenes contra toda la humanidad resulta especialmente deprimente para un cristiano. «¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste esto?». Así se expresó Benedicto XVI cuando visitó el campo de concentración de Auschwitz, en mayo de 2006. Viendo las fotografías, escuchando los testimonios, observando las estadísticas y los datos nos surge dentro de nosotros las mismas preguntas que surgen viendo a Jesús en la cruz: ¿dónde estuvo Dios? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal?

Que Dios que siga moviendo el corazón del hombre. Que en cualquier lugar y situación tengamos siempre presente que el amor es más fuerte que el odio. Que la esperanza gana a cualquier desesperación. Que la vida, aunque a veces no lo parezca, es más fuerte que la muerte.

Por último, un recuerdo y una oración a los 152 jesuitas asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Ellos, como otros muchos, fueron conscientes que el amor deja atrás las ofensas y las perdona, nunca se alegra de la injusticia, siempre se alegra de la verdad. El amor todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

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