Hoy se conmemoran los 100 años del fin de la Primera Guerra Mundial. A las 11 horas del día 11 de mes 11. Ese fue el momento acordado para dar por finalizada una de las mayores masacres de la historia de la humanidad. Lo que parecía que iban a ser una guerra corta y sencilla –«nos veremos en casa por Navidad», decían los soldados en verano de 1914– se convirtió en una pesadilla que duró más de cuatro años.
Y fue también a las once de la mañana. A esa hora el coche que transportaba al Archiduque Francisco Fernando y a su mujer se paró en mitad de una brusca maniobra. El chófer no conseguía arrancar el motor. De pronto, en medio de la multitud sonaron dos chasquidos con apenas un segundo de diferencia. Inmediatamente, el caos. Con toda seguridad, ninguno de los habitantes de Sarajevo que presenciaron el asesinato del heredero al trono de Austria-Hungría pudo imaginar que ese atentado desencadenaría un terremoto que arrasaría Europa. Un episodio cuyas consecuencias políticas siguen presentes aún hoy.
Y la guerra estalló, como estallan todas las guerras: sin que nadie fuese verdaderamente consciente de la pesadilla que iba a comenzar. Una amenaza siguió a otra. Una provocación a otra provocación. A un lado Francia, Inglaterra, Rusia, Estados Unidos e Italia. Al otro lado el Imperio Otomano, el Imperio Astrohúngaro y Alemania. Los voluntarios se alistaban en masa. Los centros de reclutamiento estaban saturados. Los soldados principiantes y veteranos marchaban al frente felices. Orgullosos de poder defender a su país. Nadie pensaba que la guerra duraría más de unas pocas semanas. Meses, quizás. Todo era optimismo, patriotismo, iban a hacer historia. Pero lo que prometía ser un paseo militar se convirtió en una carnicería de más de cuatro años con 17 millones de muertos y 20 millones de heridos.
Las consecuencias políticas de aquel conflicto continúan hoy día. La desintegración del Imperio Otomano provocó que territorios como Palestina –junto con el actual Estado de Israel– pasasen a control británico. A su vez, el ejército otomano inició una campaña de genocidio contra los cristianos armenios. Se crearon países artificiales como Checoslovaquia y Yugoslavia y se reconfiguró el espacio colonial africano. Por otra parte, el desastre económico y humano que sufrió por el Imperio Ruso fue uno de los desencadenantes de la Revolución de Octubre.
Pero todavía vendrían consecuencias aún más trágicas. Alemania, una de las grandes perdedoras, sufrió unas imposiciones durísimas –humillantes– por parte de los vencedores. Pronto en el país germano se acuñó la leyenda de la ‘puñalada por la espalda’: la derrota alemana no había sido culpa del ejército sino de un enemigo interior –burgués, judío, progresista y de izquierdas– que había traicionado a la nación. La frustración y el resentimiento por la derrota y por situación de la postguerra fue terreno abonado para el auge del nacionalsocialismo.
Y lo peor y lo más triste es que la guerra no sirvió para nada. Como ninguna de las guerras anteriores. Como tampoco sirven las que existen hoy día. Se movieron fronteras, se cambiaron himnos y banderas. Millones de muertos, mutilados, dementes. Ciudades arrasadas. Quedó un odio larvado que estallaría apenas veinte años después, en 1939, con la Segunda Guerra Mundial.
Ojalá los homenajes de hoy, las millones de amapolas de papel que serán repartidas, sirvan para recordar que la guerra es y será siempre irracionalmente inútil.