Era el verano de 1969. Aquel 16 de julio medio mundo estaba pendiente del televisor para ver cómo tres jóvenes astronautas –Aldrin, Armstrong y Collins– pisaban por primera vez la luna. «Un pequeño paso para el hombre, y un gran paso para la humanidad», diría después Neil Armostrong. Y estaba en lo cierto. Con ellos, el ser humano había alcanzado el espacio superando cualquiera de nuestras expectativas. En el ambiente colectivo ya nada parecía imposible y aquel gran salto inspiró la vida de mucha gente de a pie, deseando trasladar a su anodina existencia un paso de aquellas magnitudes. Aunque quizás no pocos se sintieron también decepcionados por la frustración de no verse capaces de alcanzar una cota de semejante envergadura. Y es que, ante la hazaña de aquellos hombres, puede dar la impresión de que cualquier otra empresa palidece.
Hoy, quizás ya no nos interpela del mismo modo aquel acontecimiento, pero levantan pasiones similares las hazañas de nuestros deportistas, artistas o famosos. Sin embargo, antes de que el ser humano llegara a la luna, aquí en nuestra tierra, otros también habían tenido el sueño de llegar donde nadie antes lo había hecho nunca: ellos han sido (y siguen siéndolo) los misioneros. Entre sus motivaciones no está el descubrir nuevos espacios, sino el deseo de acercar a Jesús a quienes no lo conocen y, últimamente, hacerle presente a él en medio de lugares y situaciones teñidas por el pecado. Los misioneros no nos venden hazañas ni grandes relatos, sino que nos testimonian verdad, radicalidad de vida, disponibilidad para ir a las periferias y sacrificio en su servicio. Y es que en un mundo neoliberal como el nuestro es fácil relacionar la fecundidad de una vida con la notoriedad, la utilidad, el éxito o la inmediatez con la que alcanzamos nuestras metas. Pero Dios nos ofrece una lógica distinta que los misioneros nos recuerdan: que la fecundidad está en nuestro arraigo en Jesús. Nuestra vida dará más fruto en la medida en que dejemos que Dios vaya conquistando más espacio a nuestra existencia. Fijamos el rumbo en grandes metas, con ensoñaciones que nos impulsan a querer tocar la luna, y perdemos de vista que el verdadero rumbo está en alcanzar a Jesús, aquel que nos ofrece vida verdadera y en abundancia.
Ninguno de los misioneros que andan dispersos por el mundo en medio de guerras, violencia y, muchas veces, a la intemperie, alcanzará a tocar nunca el polvo lunar. Ni a experimentar la sensación de dejar su huella en un lugar virgen. Pero con su vida han conseguido hacer un bien mayor y universal y por ello sus nombres están inscritos en el cielo. Quizás ninguno de nosotros podamos conquistar la luna, pero sí podemos alcanzar el corazón de Dios en el servicio a quienes más nos necesitan. Basta con ponerse tras las huellas de Jesús, como hicieron un día nuestros hermanos misioneros. A todos vosotros, gracias.