¿Has oído esa frase últimamente? Seguro que sí. Tal vez tú también lo has dicho. Ves en el telediario una imagen de las calles de Kiev, y te sale el comentario de que podría perfectamente ser Madrid, o cualquier ciudad «como las nuestras». Ves imágenes trágicas de familias despidiéndose en una estación de tren, desgarrados por la mezcla de dolor, miedo e incertidumbre. Miles, cientos de miles, millones de desplazados, que podríamos ser nosotros.

La ola de solidaridad, compasión, generosidad y disposición a la acogida es impresionante. La pregunta que se repite en tantos lugares y de tantos modos: «¿Cómo puedo ayudar?» brota naturalmente. Hasta la insensatez heroica de algunas personas que, con buena voluntad y a veces poco criterio, se lanzan a la aventura de marchar a la frontera para ayudar… todo nace de la compasión que se ha despertado. Porque sí, ellos podríamos ser nosotros.

No quiero minimizar en absoluto el valor de esta compasión. Ni trivializar el drama que están viviendo los ucranianos, asolados por una guerra que no debería haber sido. Comprendo que toda ayuda es necesaria, y seguro que va a hacer falta más.

Pero no puedo evitar pensar, estos días, con cierta tristeza, en por qué no nos brota la misma empatía, la misma compasión, la misma consciencia del sufrimiento ajeno, y la misma determinación para ayudar cuando esos otros que huyen de la guerra, de la pobreza, del hambre o del dolor tal vez vienen de países diferentes, con culturas distintas o son de otras razas.

¿Es que acaso esas diferencias son tan abismales? Yo creo que no. También podríamos ser nosotros los que, de haber nacido en países asolados por guerras civiles interminables, acabáramos alejándonos, tratando de llegar a un continente donde parece que se puede vivir en paz. También podrían ser nuestros hijos los que, de encontrarse solos en países ajenos, dependiesen del tipo de acogida recibida para abrirse camino o no poder llegar a hacerlo. Esas personas que, tras atravesar miles de kilómetros en condiciones terribles en África, atraviesan el mar en un cayuco expuestas a cualquier ola maldita que podría acabar con su vida también podríamos ser nosotros. Las madres que se arriesgan a traer al mundo una criatura en la intemperie porque es aún peor lo que dejan atrás, podrían haber sido nuestras madres si se hubieran encontrado en esas circunstancias. Pueden ser bolivianos, ecuatorianos, peruanos, argentinos, venezolanos, y así podríamos seguir… tantos que, por la situación difícil que les toque en su lugar de origen, atraviesan un océano, a veces dejando atrás a sus seres queridos… porque ya no pueden aguantar más la pobreza y necesitan cuidar de ellos, aunque sea a distancia. Y vienen confiando en que la lengua común sea indicio de fraternidad. También ellos podríamos ser nosotros. Porque, en el fondo, también todos ellos buscan futuro, trabajo, dignidad en la vida. Buscan dar a sus familias lo mejor. Buscan vivir en paz, huir de la miseria, de la pobreza, de la violencia, de la falta de horizontes. Buscan reírse alrededor de una mesa con sus amigos. Y poder reencontrarse un día con sus padres. Y estoy seguro de que muchos sueñan con volver a sus países si un día las circunstancias mejoran.

Pero no nos damos tiempo para pararnos y dejar que se despierte la compasión, aunque también ellos podríamos ser nosotros.

Te puede interesar