Desde que las frases de Mr. Wonderful inundan tazas de desayunos y agendas mal programadas, la vulnerabilidad tiene menos espacio en la sociedad. La tristeza, en muchos casos, se medicaliza; la incertidumbre se diagnostica y el sufrimiento se etiqueta como disfuncional. Qué duda cabe que a nadie le gusta estar mal, pero es que hay jóvenes que sienten que cualquier incomodidad emocional es un problema que hay que solucionar de inmediato, cuando en realidad es parte del camino del crecimiento humano. No podemos patologizar la normalidad.

Y es que el mercado ofrece soluciones rápidas: terapias exprés, gurús del bienestar con recetas mágicas a golpe de reel o, en cualquier caso, pastillas de burro sin efecto alguno. De esta forma no queda espacio para la paciencia, para la espera, para el sentido -tan humano y tan poco querido- trascendente del dolor. Algo que, si se vive desde la esperanza, puede ser una experiencia transformadora. No es un castigo o algo que deba evitarse a toda costa.

Jesús no rehuyó el sufrimiento ni lo banalizó: lo abrazó y lo dotó de sentido. Él también fue vulnerable y nos enseñó que la cruz -nuestras cruces diarias- es la senda hacia la resurrección. La fe nos recuerda que hay una belleza en la vulnerabilidad y que la esperanza cristiana no es la ausencia de dificultades, sino la certeza de que nunca estamos solos en ellas.

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PastoralSJ
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