¿Has estado alguna vez en algún juicio? Es de los momentos más tensos que existen, me parece a mi. Te pones ahí, te comienzan a preguntar: de un lado y de otro, intentando descubrir cuál es la verdad para determinar un veredicto. Impresiona. Es su trabajo, tanto los abogados que defienden como del juez que quiere saber la verdad y nada más que la verdad para poder tomar una decisión. ¿Cuál es la diferencia entre ese juez con toga y de negro, con Dios como juez de nuestra vida? Uno no nos conoce de nada. El otro, nos ama. Somos hijos de Dios, creados por Dios e incondicionalmente amados por Dios.
Y esto nos lo tenemos que creer. Nunca es fácil dejarse amar y creerse que alguien te puede amar tan locamente, capaz de acoger cada grieta y cada fallo, cada retroceso y cada bajón. Así es Dios. La expresión de este amor es la resurrección de Jesús. Un Dios que se entrega en cuerpo y alma por cada una de sus criaturas, dando la vida. Esto o te lo crees y lo acoges, o si intentas rebuscar en tus neuronas el significado lógico, llevas las de perder. Todavía más. Creer también que en el mundo hay mal y que todos nosotros somos contagiados de estructuras dañinas, de un mal que desea destruir ese amor todopoderoso. Así Jesús se convierte en juez de vivos y muertos.
Normalmente el hombre es duro con el hombre. Las dinámicas de poder, cualquiera de ellas, nos vincula en el escenario de esclavos y amos. Por eso creemos que nuestra referencia de vida no es el hombre en sí mismo, para no incurrir en este mal, de hacernos daño. Nuestras referencia es Dios que desea centralizarnos en el amor y en el poder del amor. Dios nos juzga para poder mantenernos en los límites de nuestra humanidad. Para seguir siendo hombres, según el amor apasionado de Dios.
