Estamos en un punto, en la Historia de la Humanidad, en el que la distancia apenas existe. Echarse de menos es relativo y relacionarse como siempre se ha convertido en algo secundario. Porque tenemos una necesidad constante de estar conectados, visibles, abrir conversaciones absurdas… Olvidándonos de lo esencial. Llevo ya unos días pensando que hemos dejado de existir para vivir realidades paralelas. Porque nunca, jamás, unas palabras efímeras escritas en una pantalla pueden llegar a sustituir un abrazo, un beso o una mirada. Y si lo hacen, si realmente son un buen sucedáneo difícil de distinguir, el problema se ha adherido a nuestra vida con demasiada rapidez. Deberíamos entender que todo aquello que realmente es valioso viene directamente de las manos de otra persona.

Pienso en todos esos amigos con los que he perdido contacto. Todas esas relaciones que escudé con un «quiero pero no puedo» a la hora de hacer realidad lo que la vida me brindó. Ya no hay tacto. Ya no hay eso que pone de relieve la realidad. Que le da forma al verbo sentir. Puedo saber lo que piensan de la actualidad política o cómo se llama la última persona con la que quedaron a tomar algo. Pero ya no sé qué cara ponen cuando digo alguna bobada (porque una es muy de decir estas cosas), o cómo me miran sus ojos cuando callan todo lo que quisieron decir. No sé cómo de cómodos son sus abrazos ni la expresión de sus rostros al ver que la hora se nos ha echado encima después de hablar mil horas sin descanso a una mesa de separación.

Y es que, cuándo aprenderemos, que lo realmente importante, lo más grande que tendremos jamás en nuestras vidas son esas personas que un día Dios puso en nuestro camino. Que Él no lo hace porque sí. Lo hace porque puede. Porque sabe lo que necesitamos. Para espabilarnos, para querernos, para que vivir sea algo que merezca la pena. Tenemos que cuidarlas. Recurriendo a los mensajes de texto cuando no nos queda más remedio, pero remediando lo antes posible la ausencia reversible.

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