Cuando Jesús nos dice: «a vosotros os los llamo amigos», nos invita a una relación más íntima que implica un conocimiento pleno de su persona y que solo es posible a través de la relación continua y permanente, la oración. Nos encontramos con Jesús a través de nuestra propia intimidad y la amistad solo florece en la convivencia y en la práctica cotidiana.
El amor de amistad es vinculo más libre y universal porque va más allá de cualquier convención social. Por eso es posible en cualquiera de las etapas humanas. En su carácter de don, la amistad no nace de la propia voluntad, sino que todo es iniciativa de Dios: «no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo los he elegido a vosotros». Nos hacemos conscientes de la amistad cuando ya estamos siendo amigos.
Sin menospreciar y descalificar cualquier otro tipo de vínculo amoroso, la amistad requiere de un amor maduramente transfigurado que supera los deseos de exclusividad y de posesión. La amistad es una escuela del amor porque nos enseña desde nuestra frágil y vulnerable humanidad a superar nuestros deseos individualistas y egoístas para ordenarlos a un fin que está en comunión con otros.
En la amistad no solo aparece el gusto y admiración por el otro, sino que podemos encontrar una causa común compartida. En el caso muy específico de la amistad con Jesús, el deseo compartido es el de hacer visible el Reino de Dios que ya está entre nosotros.
Jesús no solamente nos invita a conocerlo, a amarlo y a seguirlo, sino que también nos llama a apostar la vida junto con él por su causa. Solo quien lo conoce es capaz de cumplir su mandamiento: «amaos los unos a los otros como yo los he amado» y así con toda certeza experimentar junto con él que «no hay amor más grande que aquel que da la vida por los amigos».