El otro día estuve en el cine viendo Oro. Me hizo pensar.
Oro nos presenta a un grupo de conquistadores aventureros formado por castellanos, aragoneses y algún que otro portugués, viviendo aventuras y penalidades por la selva, en busca de una ciudad hecha de oro. A las condiciones adversas de su expedición hay que unir la división que existe entre ellos. En primer lugar por lugar de procedencia. En segundo y quizá más importante, por la codicia que hace que no quieran tener que repartir el ansiado botín entre demasiadas personas. Y así, se pelean y matan entre ellos, salvo cuando aparece alguna tribu indígena u otro enemigo común, que es lo único que tiene la capacidad de unirles, recordándoles que son soldados de un único reino, luchando por una misma causa.
Es fácil ver esta película desde el patrón anticolonialista que desde hace décadas se ha instalado en nuestra sociedad. Eso nos hace criticar con razón la brutalidad y crudeza de aquellos hombres que, huyendo de distintas causas o buscando gloria y fortuna se abrían paso a golpe de arcabuz por el Nuevo Mundo. Lo que es más difícil es advertir que en ella se encierra una lección que la Historia, como ‘Maestra de la vida’ parece querer darnos. Y no me refiero a la de la caricaturizada imagen de los españoles como pueblo violento que sólo se une ante un enemigo común. Sino que pienso en el corazón del hombre que, ayer como hoy, es capaz de anteponerlo todo con tal de conseguir aquello que ansía. Esta es la dinámica de muchas personas de nuestro entorno, que se dejan engañar por las trampas de la corrupción, el fraude, las políticas venenosas del mundo empresarial, el juego, el deseo de placer, éxito o dinero etc. Pero también es nuestra dinámica cuando a veces, a pequeña escala, dejamos de lado nuestros valores, creencias, amigos y familia con tal de conseguir un objetivo que, a la larga vemos que ni era tan bueno ni merecía la pena.
Y frente a esta dinámica humana que nos horroriza cuando la vemos en toda su crudeza, pero nos atrae cuando se nos presenta en pequeñas dosis ¿qué podemos hacer? ¿Debemos perder la fe en el hombre e instalarnos en algo parecido a un cinismo existencial? ¿Tendremos que buscar una especie de ‘nirvana cristiano’ que impida todo deseo por miedo de que en éste se instale la codicia? ¿Debemos actuar pensando que aquello que hacemos no es tan grave puesto que todo el mundo lo hace, e incluso hay otros que hacen cosas peores?
Creo que la clave no está en verlo desde ahí, sino como siempre, en mirar a Jesús y ver que él vivió de otra manera, aunque esto le acarreara unas consecuencias muy diferentes de las que imaginamos cuando nos vienen deseos coloreados por la codicia. No se trata de vivir en continua penitencia, ni de no disfrutar de la vida, ni tampoco de no poner en juego todos los dones que Dios nos ha dado por miedo a que estos se contaminen con cosas nocivas. Más bien se trata de tener claro cuál es ese horizonte cristiano hacia el que se encaminan nuestras vidas y entonces (en palabras de san Ignacio) elegir las realidades y cosas que nos ayuden a cumplirlo y rechazar aquellas que nos lo impidan.