Desde hace ya algún tiempo no me gusta ver la tele. Y no es que sea seguidor de modas, pero los programas de entretenimiento no me entretienen, sino que me hacen perder el tiempo, y las noticias (lo único que me interesaba) parecen siempre las mismas: políticos de distintos partidos (si no del mismo) enfrentados, guerras y algún que otro desastre natural. Entonces viene a mi memoria la famosa frase atribuida a Hobbes, aquella de que «el hombre es un lobo para el hombre», y aún parece ampliar su significado si se recorta a «el hombre es un lobo»: incendios intencionados, maltrato animal, contaminación y otras tantas barbaridades de las que somos culpables parecen dejar poco espacio a la esperanza.

Otras religiones no dudarían en aceptar tan severa sentencia como la anterior. Sin embargo, personalmente creo que está muy lejos de la realidad, y como católicos no podemos permitirnos nada más que rechazarla. Porque nosotros podemos ver más allá, porque nosotros conocemos a Jesús y sabemos que era verdadero hombre, que era como nosotros. Y ahí está la clave del asunto, en su naturaleza. No hablamos de una naturaleza divina que le aleja de nosotros y le vuelve inalcanzable, sino de una naturaleza humana perfecta, unida al Padre. Y en esa perfección está la bondad, el amor infinito. No es que Jesús fuese dejando de ser imperfecto, nunca dejó de ser malo porque nunca lo fue. Nació bueno, y así vivió, sin ser depredador de otros, sin pecado, llevando la condición de hombre hasta el extremo, mostrándonos su plenitud.

El ser humano no nace para el mal, aunque por supuesto no somos perfectos y fallamos. Y esto no tiene nada de raro, pues somos libres, y eso tiene sus peligros, pero ni si quiera aunque fuésemos el mayor malvado de película, eso bastaría a Dios para quitarnos su regalo. Del mismo modo que el hombre nace normalmente sano y siempre con vocación a la salud, pero él mismo puede acabar con ésta con sus decisiones, estoy convencido de que nacemos buenos y con vocación al amor, pero la vocación sola, como la semilla, no es nada; tiene que crecer, transformarse y transformar su entorno para ponerse a producir, aunque eso suponga su fin. Hacer el bien cuesta, es cansado y a veces desagradable, pero no podemos esperar ver los resultados del gimnasio si no lo pisamos nada más que para apuntarnos en enero.

Suele ser más fácil destruir que crear, tirar que levantar, pero si queremos seguir a Cristo, éste es nuestro camino, porque Él ya lo hizo, lo sigue haciendo y nos invita a, entre todos, construir su Reino eterno.

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