Obispos de todo el mundo se juntan. Se devanan los sesos. Se plantean qué hay que hacer para que el mensaje de la Iglesia sea creíble y no deje frío al personal. Proponen buscar a los intelectuales de nuestro mundo y hablar con ellos. Dicen que no solo los curas deberían llevar las riendas, que hay que dar peso y palabra a otros hombres y mujeres… Todo esto está pasando en Roma estos días. Pero cuando nos lo quieren contar inmediatamente nos adentramos en el terreno de un lenguaje oficial, que oscila entre lo solemne y lo soporífero: “Nueva evangelización”, “atrio de los gentiles”, “Sínodo”. La realidad que está detrás es interesante –en ocasiones hasta diría apasionante- pero el vocabulario resulta lejano. Y el lenguaje es muy importante. Tal vez es inevitable acudir a esos lugares comunes. Pero si la evangelización quiere ser “nueva” debería empezar por abandonar palabras que a mucha gente, en cuanto las oye o las lee, le llevan a desconectar. O por buscar un lenguaje mucho más fresco, concreto, inmediato, que aborde las cuestiones que a las personas les inquietan y les urgen en la búsqueda de vidas con sentido. Ese es el reto que muchas veces, como agentes de pastoral, tenemos: traducir. Porque hay mucho bueno que contar.
La comunicación en la Iglesia es una asignatura pendiente, no únicamente como estrategia, sino como prueba de que, de verdad, somos un interlocutor que tiene los pies en la tierra, nos manchamos las manos con la realidad cotidiana, y no tenemos miedo de buscar la verdad en los vericuetos de lo cotidiano, allá donde Dios y el mundo se abrazan.