En España tiene mucha tradición la lotería de Navidad. Hay alrededor toda una liturgia que ha cristalizado a lo largo del tiempo, con sus ritos que se repiten año a año. Los más madrugadores compran ya en agosto. Luego, desde octubre, la publicidad empieza a caldear el ambiente. Durante bastantes años fue el calvo quien se convirtió en un personaje entrañable. Esta vez se ha optado por un pseudo-villancico que les ha quedado un poco esperpéntico. La gente compra. Nombres como “Doña Manolita” o “La Bruja de Oro” salen en los telediarios porque es allí donde más décimos se venden. Luego, el mismo día, se oye en todas partes el soniquete de los niños cantores de San Ildefonso desgranando un rosario de premios. Quien más, quien menos, todo el mundo pregunta, a lo largo de la mañana de la lotería: “¿Ha salido?”, y cuando sale, entonces vemos una avalancha de noticias sobre el lugar en el que ha tocado, cuántos millones se han repartido, y escuchamos relatos sobre cómo les cambia la vida a los afortunados. En algunos casos sentimos que se ha hecho algo así como justicia, tocando a gente que estaba en situaciones extremas. Y está, por supuesto, la resignación de la mayoría, que nos conformaremos con un “¡Que haya salud!”. 

 Algunos de los que se han llevado un pellizco, salían ayer en las noticias. Contaban en qué iban a emplear el dinero: la hipoteca, una casa, sobreponerse a tres y cuatro años de desempleo… Y uno, que lo veía, pensaba que muchos de nosotros no somos conscientes de lo afortunados que somos teniendo garantizado el pan de cada día, el techo de cada noche o la ropa de cada temporada. Tenemos salud, y cobertura sanitaria. Tenemos casa, y trabajo. O estudiamos y nos preparamos para conseguirlo en el futuro. Tenemos gente con la que compartir los sueños y desvelos de cada día. Tenemos motivos para la alegría cotidiana. Hemos sido agraciados con una lotería vital que debería hacernos cantar, cada mañana, un himno de gratitud y de compromiso con un mundo en el que no tendría que haber perdedores.

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