Son muchos los criterios de decisión que subsisten en un despacho de pastoral -y en todo el colegio, por qué no incluirlo-. Al fin y al cabo, la pastoral es un arte en movimiento, donde fluctúan los jóvenes, los pastoralistas, los gustos y los contextos, haciendo que uno tenga la sensación de tener que estar continuamente reinventándose. Por eso, es preciso, siempre, analizar los criterios que nos rigen, porque desde allí decidiremos una cosa o la otra, y eso, con el tiempo, determinará nuestra línea a seguir.
Sin embargo, uno de los criterios que se cuela, es el “no vaya a ser que parezcamos tal o pascual”, o “no seamos como otros”, o “no hagamos como esos”. Entonces dejamos nuestro propio rumbo, nuestra propia audacia y nuestra identidad al lado, y estamos más pendientes de otras épocas, de otros movimientos y de otras personas que de intentar transmitir a Dios de la mejor manera posible. Es decir, nos bloqueamos y no avanzamos porque sucumbimos a menudo a la presión, a veces autoimpuesta, del qué dirán -la dirección, el equipo, el predecesor, el claustro, las familias…- y olvidamos el bien que se puede hacer al alumnado de turno. Y sin querer, la decisión viene más determinada por nuestros fantasmas -de los que queremos huir a toda costa- que por nuestros propios criterios que han de ser actualizados, ordenados y purificados constantemente.
San Ignacio, en las reglas para sentir y entender los escrúpulos [EE.EE. 346-351] aboga, a grandes rasgos, por no dejar de hacer el bien por el miedo al qué dirán, o por parecer bueno o por la tentación de vanagloriarte de ello. Y es que la audacia no entiende de prejuicios, vengan de fuera o procedan de nosotros mismos. Asumiendo que probar implica equivocarse de vez en cuando, pero más se equivoca el que vive del “siempre se ha hecho así”.
Ojalá seamos lo suficientemente valientes para seguir buscando aquello que más nos lleva hacia el fin para el que somos criados, que en el caso de la pastoral, radica en poner “al creador con su criatura”.