¿Tiene algo que decir la Iglesia católica a un Estado laico o viceversa? Para muchos no, nada en absoluto. Son agua y aceite, nada que ver. Y todo cruce entre ambos es una falta de respeto al espacio común, un intento de uno de invadir, imponer su visión o limitar el campo de acción del otro. Las últimas décadas el efecto péndulo nos ha hecho pasar de no saber distinguir la Iglesia del Estado a no ser capaces de encontrar los puntos de unión entre ambos. Va creciendo la visión de opuestos que nos lleva a un modo de relacionarnos que tiene más que ver con la defensa del propio espacio que con el trabajo por el bien común.
No se pueden negar los esfuerzos por el diálogo. Pero tampoco que muchos pretenden un diálogo aséptico, en el que no haya transferencias ni enriquecimientos mutuos. Un diálogo que se parece más a un hablar a gritos desde dos torres lejanas que al encuentro en torno a la mesa. Quizás por eso las palabras que Macron dirigió a la conferencia episcopal francesa han causado sentimientos tan encontrados en algunos. Porque hemos llegado a un punto en el que no esperamos que el presidente del país que ha hecho del laicismo su bandera y de la estricta separación Iglesia-Estado una seña de identidad nacional pueda pedirnos a los católicos que nos involucremos en política, alabe lo que aportamos a la sociedad civil o prometa escuchar la voz de la Iglesia en su gestión.
No se trata de que ahora contemos con Macron en nuestro ‘bando’, que le consideremos un aliado. No nos quedemos en la autosatisfacción del elogio. Tampoco -si estás al otro lado- de que consideres que Macron es un traidor a la causa laicista. Sería seguir ahondando en el mismo punto de desencuentro y distancia. El gesto del presidente francés está más cerca de ser un sentarse a la mesa e invitar a que otros lo hagan que de una defensa de la Iglesia católica. Macron nos ha recordado que somos miembros de una sociedad, parte de un mosaico casi infinito, compuesto de piezas diversas, distintas, pero igualmente necesarias. Y nos ha llamado a no limitarnos a negociar los límites de nuestro espacio en esa sociedad sino a implicarnos verdaderamente, a aportar sin miedo nuestra voz.
Claro que eso también implica para nosotros una disposición a la escucha, a entender que nuestra lectura de la realidad no es la única, y que es incompleta. Y no nos va a resultar fácil. Tenemos un lugar en el que crecer, una voz que aportar y un mensaje para transmitir. Pero también tenemos que aprender el profundo significado de compartir, colaborar… que implica hacernos más vulnerables, más permeables. Más dispuestos a dialogar que a defender.